Pocas cuestiones cotidianas me hacen sentir peor que contestar a una llamada anónima de alguien que trabaja como teleoperador.
Mal porque invade mi intimidad sin derecho a hacerlo, mal porque no encuentro el tono para rechazarlo, mal porque esa pobre persona maldita las ganas que tiene de ofrecerte una venta a plazos, un contrato telefónico o un seguro de vida.
Son parapetos humanos colocados por empresas que buscan el pasadizo para meterse en tu esfera personal. Pero son ellos los que dan la cara, ellos y ellas los que tienen que aguantar los improperios mientras siguen recitando su oferta para hacer un cliente más.
-Perdón, no me interesa.
Me fuerzo a buscar la frase amable, pero los forman para atacar cualquier punto débil. Y la educación suena a debilidad.
-Simplemente, no quiero que me llaméis a mi teléfono personal.
Te aseguran que lo que te ofrecen es único.
-¿Cómo lo puede rechazar sin escucharme?
-Porque le aseguro que soy feliz tal como estoy.
Pero se agarran a ti, te piden un minuto, dos segundos, una frase.
Les imagino volviendo a casa, soltando los zapatos, buscando en la nevera algo que picar, mientras en sus cabezas resuenan reproches, insultos y malos modos de gente anónima que no sabe lo que es la ruina, o tragarse los sapos, o detestar ser carne de trueque por un puñado de euros.
Me hacen sentir mal, porque encima minusvaloro la posibilidad de que puedan ser razonablemente felices.
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