Yo era el tonto del batido de chocolate. En todas sus marcas y acepciones, porque soy tremendamente goloso.
Pero era fan, hablo en pasado, particularmente en la calle. Ya tomo suficiente café en el trabajo o en casa como para no aprovechar la oportunidad del tiempo desencorsetado para darme un atragantón de chocolate.
La revelación cayó del cielo.
No sé hacia dónde viajaba, pero viajaba, porque tomé con la maleta y el periódico una de las mesas de la cafetería del aeropuerto de Sevilla más cercanas a las puertas de embarque. Era bien temprano y viajaba solo, así que la duda no era el batido sino con qué lo iba a acompañar. Estar dormido a esas horas me hizo no fijarme en los detalles cuando llegué a la caja. Cogí mi bandeja, feliz, y me senté. Con la pantalla de vuelos visible para leer la prensa sin tensión.
Así que despejé la mesa, monté el chiringuito y tomé la botella de chocolate, que meneé bien fuerte para evitar que quedase la sustancia en el fondo.
-¡¡¡Aaaaaaaaaaaaaaaaahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh!!!
Un alarido multiplicado por diez se organizó a mis espaldas. Tardé segundos en darme cuenta que yo tenía en mis manos el arma del delito.
¿A qué camarero se le ocurre desenroscar la botella de un batido de chocolate a las siete de la mañana?
Mi cara de espanto fue mi disculpa más sincera ante un público que corría hacia los servicios.
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