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martes, junio 07, 2022

Cerveza

—El avión da un zambombazo en el suelo cuando hay tanta nieve —me explicó un ingeniero japonés, vecino de asiento, al aterrizar en el aeropuerto de Teherán—. Así se agarra bien a la pista.

Eran las dos de la madrugada de un periplo que había comenzado 48 horas antes en Sevilla. Había un problema urgente que resolver en las redes de concesionarios iraníes y ningún voluntario para acudir, en una semana donde los periódicos anunciaban dos atentados en la capital.

—Te va a tocar ir —me dijo mi jefe.

En pleno duro invierno, se tuvo que deshacer el primer intento debido a una tormenta histórica de nieve, que hizo a la nave, donde yo viajaba, poner rumbo a Catar para que pudiésemos descansar. Al día siguiente vino el barrigazo contra la pista iraní.

El país era tan negro como me lo habían pintado. Todas las mujeres con el velo, pocas sonrisas en los funcionarios y austeridad hasta en las máquinas expendedoras de agua. Me esperaba un chófer.

—¿Navarro?

—Yes.

Yo no sabía que pudiese existir tanto frío, ni tantos metros de nieve para transportar unos elementos de repuesto que pensaban un quintal en mi maleta.

—El coche no arranca —me dijo el conductor, mientras yo buscaba en la lejanía un cartel luminoso que pusiera hotel.

Tras varios empujones en los que perdí medio hígado por la boca, un coche se ofreció a empujarnos y pudimos salir de esa ratonera.

La felicidad fue llegar al hotel de cinco estrellas. Aún recuerdo su situación en un alto, entre montañas nevadas, calentito por dentro y con una maravillosa vista de Teherán. Cuando el botones dejó la maleta en mi habitación le di no sé cuántos billetes de una moneda que aún no conocía y le supliqué por una cerveza fresquita, con un guiño, que no tardó en venir. A los cinco minutos pedí otra y dormí como un angelito con el mareíllo que dan las burbujas del alcohol.

Ya al día siguiente, tras una jornada intensa de trabajo, decidí cenar en el mismo hotel. Me dejé aconsejar para la comida, riquísima.

—¿Y para beber?

—Una cerveza, por favor —pedí.

—Sólo la tenemos sin alcohol.

—Pero, si yo aquí, ayer... —él negó, condescendiente, con la cabeza. Yo recordaba el gustirrinín de perder un poco el pie al tomarla-. Una que tenía la tapa dorada —insistí.

—En Irán está prohibido el alcohol, señor.

En situaciones similares trato de ejercitar esa práctica de la sugestión, que tan bien bordé en la fría noche de Teherán, pensando que las prohibiciones no lo son tanto para los clientes noveleros de hotelazos suntuosos como el que me tocó.

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