No son cosas que me pasen a diario ni que se puedan prever, aunque el fenómeno se suele intensificar con la edad y el despiste.
Hace muchos años me comentaron que un compañero del colegio había muerto en un accidente. Me produjo una pena proporcional a la edad que yo tenía, un período de la vida en el que los amigos no se mueren. Aunque llevaba toda la carrera sin verlo, su imagen la retenía claramente, la cara de papa, los ojos pequeños, los dientes de conejo. Una semana santa de muchos años después, mientras caminaba entre la muchedumbre, el muerto se apareció. Precedía precisamente a un paso de Cristo y me sonrió con su gran dentadura.
—¡Hombre Salva!
—Hola Andrés —le respondí, con un abrazo en el que no me llegaba la camisa al cuerpo.
Desde entonces me pregunto, ¿qué Andrés se mató?
Ayer asistí a la presentación de 'Las agujas de la noche', un novelón de mi querido amigo Fernando Repiso del que pronto os daré buena cuenta.
A pesar de ir con tiempo, el acto estaba abarrotado, así que encontré como pude un hueco desde el que disfrutar de la capacidad de Fernando para engatusarnos. De pronto, hubo un momento confuso, a un camarero se le cayó la bandeja, se recolocó la mesa de presentación y apareció mi segundo resucitado.
Un hombre divertidísimo de mi época más golfa, con quien había terminado más de una noche de gintónics hasta el amanecer. Dejamos de vernos como se dejan de ver las simpáticas amistades cuyo nexo de unión no es sino el viernes por la noche y las ganas de reír.
—Tú sabes, le dio un síncope —me dijeron, con el tiempo.
Anoche, sin embargo, el del síncope apareció. Justo tras las bambalinas, en pleno escándalo de las cervezas reventando contra el suelo, el de la risa floja de los viernes por la noche, con mucha más barriga y menos pelo, apareció.
Se lo curra mucho mi amigo Fernando para crearle atmósfera a sus lanzamientos editoriales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario