Hay placeres en la vida más allá de la comida, el sexo o viajar, menos evidentes, más complejos, que producen una felicidad invisible aunque tal vez más auténtica, menos pasajera, que te llevan por caminos íntimos de plenitud no necesariamente compartidos ni explicables.
Hay uno con dos vertientes, activa y pasiva, que es especialmente enriquecedor: el perdón.
Tanto el darlo como el recibirlo, el acto de contrición en sí, fuera de axiomas judeocristianos, es realmente placentero, produce un cosquilleo cerebral físico de satisfacción personal porque implica una conexión brutal con la persona con la que te excusas o de quien recibes una disculpa.
Son demasiadas las veces en las que nos arrepentimos de haber agrandado la distancia con los demás a costa de no reconocer nuestros errores, de empecinarnos en justificar sin objetividad y dejarnos llevar por el orgullo, cuando lo cierto es que bajar la cabeza y reconocer errores nos convierte en personas especiales, sanas, admirables.
No hace mucho un compañero de trabajo me jugó una trastada de escasa importancia. Me soliviantó de tal modo que estuve dándole vueltas toda la mañana a su insolencia. Horas después me pidió perdón con un whatsapp, y le acepté las disculpas. Un rato más tarde se acercó a invitarme a un café y volvió a excusarse. Yo fui claro con él:
'Con un perdón me basta'.
Hay uno con dos vertientes, activa y pasiva, que es especialmente enriquecedor: el perdón.
Tanto el darlo como el recibirlo, el acto de contrición en sí, fuera de axiomas judeocristianos, es realmente placentero, produce un cosquilleo cerebral físico de satisfacción personal porque implica una conexión brutal con la persona con la que te excusas o de quien recibes una disculpa.
Son demasiadas las veces en las que nos arrepentimos de haber agrandado la distancia con los demás a costa de no reconocer nuestros errores, de empecinarnos en justificar sin objetividad y dejarnos llevar por el orgullo, cuando lo cierto es que bajar la cabeza y reconocer errores nos convierte en personas especiales, sanas, admirables.
No hace mucho un compañero de trabajo me jugó una trastada de escasa importancia. Me soliviantó de tal modo que estuve dándole vueltas toda la mañana a su insolencia. Horas después me pidió perdón con un whatsapp, y le acepté las disculpas. Un rato más tarde se acercó a invitarme a un café y volvió a excusarse. Yo fui claro con él:
'Con un perdón me basta'.
5 comentarios:
Me viene muy bien leerte esto en esta racha,querido.
Lo malo es cuando se cierra la puerta del perdón porque la incredulidad es más fuerte y una disculpa queda fuera de lugar.
A veces no sé muy bien cuál es mi sitio en el mundo, si soy yo o son los demás,pero supongo que a estas alturas ya nunca lo sabré.
Un abrazo.
Querida Reyes, en tu caso, por lo que conozco de tu gran calidad humana, la cuestión del perdón tal vez te la tengas que aplicar a ti misma por ser tan exigente contigo y, a veces, quererte menos de lo que mereces. Porque vales mucho, lo que ya quisiera media humanidad.
Un beso
Hay perdones que nunca llegan, por mucha falta que hagan, y ya no se esperan. De esos que hacen que tú corazón llore aunque tú te hagas la fuerte por fuera.
Tus textos me hacen mucho bien, a veces los personalizo quizás demasiado.
Un beso y gracias Salvador
Gracias a ti por leerme, Cristina.
Muchos besos
A veces no llegan, a veces llegan tarde, pero en el fondo es importante perdonarse a uno mismo por esperar que los demás actuaran como uno mismo actúa.
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