Hace
unos días pasé un nuevo maravilloso fin de semana en Barcelona.
Un día
antes de irme, una persona cercana me hizo el comentario tajante de que él no quiere
oír hablar de catalanes.
-¿Estás
de acuerdo con que se independicen? –le pregunté a continuación.
-Por
supuesto que no –me respondió.
Traté
de reconducir la conversación antes de interrogarle acerca de las razones por
las que se opone a la independencia de un pueblo al que desprecia. Compartí con
él mi teoría de que yo hago mucho más por la reconciliación mostrándome como
soy, un andaluz dialogante, de mente abierta y afable con ganas de tomarle el
pulso cada cierto tiempo a esa tierra, que no gente que presume de un
patriotismo rancio que recuerda a los maridos que quieren tener a la mujer en
casa y controlada, aunque sea atada a la pata de la cama.
No
reconocer que hay un conflicto es de miopes, tanto como asumir que los
problemas desaparecen por sí solos resulta una ingenuidad imperdonable en
nuestros gobernantes.
No todo
es la ley y la Constitución, por muy convencidos que estemos de que el respeto
a nuestro sistema es la mejor forma de convivir. También está el afecto, los
afectos. Decir un te quiero a tiempo siempre es buena medicina.
Estamos
en una espiral peligrosa que hay que desactivar, y no vale siempre decir que el
malo es el otro. Tenemos que ser consecuentes con nuestros deseos. A los
indepentistas y los independizadores será difícil hacerles cambiar de opinión,
pero al resto, que somos muchos, nos vendría muy bien dar el primer paso de
humildad, olvidar los despropósitos de quienes se recrean en los agravios y
reconocer que si queremos una España amable e integradora tenemos que
querernos, y decirlo alto y fuerte:
Catalunya,
t’estimo!
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