El hombre, cercano a los sesenta, almorzaba en medio del
gigantesco comedor de la fábrica escondido en su plato.
Era ésta mi cuarta vez en Tánger, pero la primera en la que
pasaba unos días en la ciudad por cuestiones laborales. También la primera en
Ramadán.
Fuera del zoco, la medina, la alcazaba y su enorme playa de
arena fina, es una ciudad desordenada y fea de la que, a pesar de todo, puedo
entender sus leyendas bohemias de patria de artistas. Pasearla es enfrentarte a
ojos que miran a los tuyos en cada esquina, coches que pitan y niños con
camisetas del Barcelona, son cafés llenos de todo lo que no sea una mujer,
olores a canela y peluquerías de caballeros.
En Ramadán, además, son bares cerrados de día y multitudes
que se echan a la calle minutos después de caer la noche, cuando ya han saciado
el hambre mala de un día de sol machacón sin nada que llevarse a la boca.
Un compañero argentino que lleva tiempo viviendo tiempo allí
me explicaba que todos respetan, occidentalizados en la indumentaria o no, las
leyes del islam.
Nos llevaron a los occidentales al gran restaurante vacío de
la fábrica para ofrecernos de comer al mediodía siguiente. Fui de los primeros
en entrar y crucé la mirada con ese hombre mayor con uniforme de trabajo,
agazapado comiendo, rompiendo valiente con lo correcto, protegido por una
empresa europea que vela por su derecho a no ser como se debe ser, y mi corazón
estuvo con él.
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