Estamos hechos de contradicciones.
Mi mente racional lo tiene claro: todos los cielos y los infiernos están en este mundo, y al morir, simplemente morimos. No hay más vida que el recuerdo que podamos dejar.
Y, sin embargo, desde los dieciocho años—la edad en que la perdí—mi madre está presente en cada paso que doy. En cada logro, en cada revés, la imagino celebrándolo conmigo o consolándome.
Sí, lucho mi vida por mí y por los míos, pero no puedo evitar ese cosquilleo incontrolable que me empuja a hacer que se sienta orgullosa de mí.
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