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jueves, enero 25, 2018

Teherán

Envié este lunes la foto para obtener el visado por la vía rápida sin advertir de la letra pequeña del comunicado de la embajada iraní: 'No debe aparecer sonriente'. Así que le pedí a la compañera de Comunicación de la fábrica que me hiciera una foto contrarreloj y cara de mosqueo.

Hace unos días leí que deberíamos conocer un nuevo lugar en el mundo cada año y poco después me tuve que organizar este viaje laboral de urgencia a Teherán. No es un sitio que hubiese elegido por placer, porque soy cagueta y existen muchos a prioris, alimentados por decenios de confrontación, guerras y embargos desde el derrocamiento del Sha de Persia, que han corrido paralelos con mi vida personal desde la infancia. Ahora, sin embargo, a pocos días de salir, me horrorizaría suspender el viaje, no poder visitar su gran bazar o dejar escapar la oportunidad de perderme entre las calles por las que huyeron los protagonistas de Argo.

El miedo lo he conjurado fichando a Hamid por Instagram, un guía turístico free-lance que me recogerá en el hotel el único día libre de trabajo con el que cuento para poder visitar los palacios y museos de la gran metrópoli persa, a quien invitaré a comer en el restaurante que él me recomiende y de quien escucharé las leyendas que todo buen cicerone narra de su ciudad.

A partir de este domingo, y durante una semana, quiero olerlo todo, sentir sus calles abarrotadas y entregarme a la pura observación activa de un pueblo milenario.

Tengo apenas tiempo para comprarme alguna novela de Parinoush Saniee con la que alimentar mis horas de vuelo hasta aterrizar en la gran meseta donde descansa la capital.

Qué afortunado me hace trabajar para Renault.

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