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lunes, enero 15, 2018

Calambrazos

A fuerza de resultar contradictorio, la ciencia en su más estricto significado es mágica.

Sorprende cómo el ser humano se hace a sus descubrimientos, los aplica y los integra, con la naturalidad de un crío. Nos paramos poco a pensar en la magnificencia de un vuelo en avión, en lo inenarrable de enviar un mensaje que es recibido décimas de segundo después al otro lado de la tierra o en la proeza de un transplante de corazón.

Del científico tenemos, tengo, la imagen ingenua del personaje menos humanista, más abstraído, menos sometido a los vaivenes de lo terrenal, sostenido en su fría capacidad de analista para ver el mundo en otros ritmos en pos de objetivos que apenas suponen, en la mayor parte de los casos, un avance minúsculo en el hallazgo de una molécula, en el aumento de velocidad de un milisegundo en la transmisión de datos, en la comprensión certera de un fenómeno físico inapreciable para el resto de la humanidad que les puede llevar una vida de trabajo.

Yo hubiera querido serlo, como quise siempre ser tantas cosas, e introducirme en aparatos que no entiendo para viajar por lo más profundo del sistema neuronal del hombre. Cabalgar por su cerebro de colinas retorcidas a lomos de microscopios inteligentes que me enseñaran a descifrar qué calambrazos minúsculos son los que provocan la sorpresa o el terror, cuáles son las combinaciones químicas que hacen que una persona caiga en el desconsuelo, cuánto de auténtico hay en una sonrisa, cuánto de acto reflejo.

Daría media vida por averiguar cómo se producen las conversaciones que mantenemos, desde pequeños, a solas con nosotros mismos, dándonos ánimos, justificándonos, retándonos a ser mejores, más valientes, menos dramáticos. Querría ser un sabio que al final de sus días supiera discernir cuánto de nosotros hay en nuestra cabeza, cómo de dependiente somos del azar del espermatozoide que navegó ufano en busca de la vida que un día nos trajo aquí.

Cuánto de nosotros nació realmente de nosotros.

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