Hordas de obreros enfilaban el páramo urbano al que me asomaba este amanecer desde la ventana de mi hotel de Doha. Su formación disciplinada y el color oscuro de piel me hizo pensar en sus vidas desprotegidas de todo lo que un occidental considera exigible.
Un país con fotos de su jeque en todas las calles y edificios, una bandera omnipresente y ausencia de elecciones libres en un estado donde sólo tienen la nacionalidad propia menos de una décima parte de sus habitantes es un cóctel complicado de digerir. ¿Quién se atreve a protestar?
Doha se muestra como una ciudad artificial en plena efervescencia urbana en la que los turistas deambulan sin saber muy bien qué ver. Todos, en cambio, tienen aprendido su rol para que el sistema funcione, a pesar de que falta, a simple vista, la alegría propia en las calles de quienes se sienten dueños de su ciudad.
La mejor noticia ha sido ver mujeres militares, azafatas, camareras, directivas... Y no siempre con el pelo tapado. No llegué a ver a ninguna conduciendo por más que puse interés.
Observaciones ligeras de un tipo curioso que se sustenta en los datos frágiles y escasamente estadísticos de un viajante más.
Ahora toca Teherán.
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