Glorieta de los Marineros Voluntarios, Clío blanco, media tarde, primavera. Girábamos hacia los Remdios y Bárbara me dice que adora nuestro silencio. Saber que era el Clío me confirma que hace 20 años.
Veníamos no sé de dónde, pero el momento se quedó grabado.
Ahora no sería posible la misma frase. La veo un par de veces al año, nos mensajeamos de vez en cuando y nos queremos con menor intensidad.
La conexión humana, cuando se produce, arroja silencios. El nivel de comunicación alcanza extremos de perfección que te permiten escoger sin titubeos los momentos en que la palabra es precisa. Cuanto menos confianza hay con nuestro interlocutor más hablamos, más incómodo se hace el no decir nada.
Paseaba este martes por la Alameda con Pepe, dieciocho años viviendo ya en Múnich, y buscaba la próxima historia que contarle antes de terminar la que él me estaba escuchando. Porque no sé cómo piensa ya, no sé dónde quedó aquel tímido químico que un día cogió las maletas para no volver.
En mi relación con Fran, en cambio, los silencios son placer. Conocer cada gesto en el otro da incluso miedo. De vez en cuando lanzamos un grito cariñoso al aire para saber que el otro está vivo, en su mundo, por cualquier rincón de la casa.
Me he propuesto, sin embargo, verbalizar más mis emociones. Tengo la sensación de que la vida me lleva por un tobogán de ensimismamiento en mis reflexiones que deshace los hilos que me unen al día a día del resto de los mortales, incluido Fran.
Y descubro que es fácil. Pienso en lo buena que estaba la cena de ayer y lo digo:
-Qué rica estuvo ayer la cena.
Porque podemos conocernos mucho, pero no está de más compartir más a menudo las películas que se reproducen en nuestras cabezas.
Veníamos no sé de dónde, pero el momento se quedó grabado.
Ahora no sería posible la misma frase. La veo un par de veces al año, nos mensajeamos de vez en cuando y nos queremos con menor intensidad.
La conexión humana, cuando se produce, arroja silencios. El nivel de comunicación alcanza extremos de perfección que te permiten escoger sin titubeos los momentos en que la palabra es precisa. Cuanto menos confianza hay con nuestro interlocutor más hablamos, más incómodo se hace el no decir nada.
Paseaba este martes por la Alameda con Pepe, dieciocho años viviendo ya en Múnich, y buscaba la próxima historia que contarle antes de terminar la que él me estaba escuchando. Porque no sé cómo piensa ya, no sé dónde quedó aquel tímido químico que un día cogió las maletas para no volver.
En mi relación con Fran, en cambio, los silencios son placer. Conocer cada gesto en el otro da incluso miedo. De vez en cuando lanzamos un grito cariñoso al aire para saber que el otro está vivo, en su mundo, por cualquier rincón de la casa.
Me he propuesto, sin embargo, verbalizar más mis emociones. Tengo la sensación de que la vida me lleva por un tobogán de ensimismamiento en mis reflexiones que deshace los hilos que me unen al día a día del resto de los mortales, incluido Fran.
Y descubro que es fácil. Pienso en lo buena que estaba la cena de ayer y lo digo:
-Qué rica estuvo ayer la cena.
Porque podemos conocernos mucho, pero no está de más compartir más a menudo las películas que se reproducen en nuestras cabezas.
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