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sábado, noviembre 04, 2017

Chelsea

Abandonábamos el mercado de Chelsea tras pasearnos el High Park Lane y enfilábamos las viejas calles de ladrillo visto que llevan a la Octava Avenida desde la Novena. Iván dijo que estaba cansado. Hacía días de nuestra llegada a Nueva York, habíamos pateado la ciudad de arriba abajo. Intenté explicarle quiénes habitaron en esas casas que íbamos a visitar. Pero él estaba cansado. 

Dicen que ante dos cuadros exactamente iguales en apariencia, uno obra maestra y el otro imitación, alguien con sensibilidad artística consigue emocionarse ante el que certifican como auténtico. Es sugestión, sí; la bendita capacidad para interpretar con el alma la grandeza de lo humano.

No es lo mismo tocar una piedra restaurada que una milenaria, aunque estén igual de frías.

Es necesario vivir mucho, leer mucho, viajar mucho para entender la emoción del lugar, y hay que tener el corazón abierto.

Mi sobrino Iván sólo veía una calle más y quería sentarse a jugar con su móvil. Yo me reconocía a miles de kilómetros de distancia, en uno de los epicentros del mundo más rompedor, consciente de que la admiración y el disfrute están en lo intangible, en eso que nuestra curiosidad trabaja dentro de nosotros mismos para colocarnos en alerta ante lugares, objetos o situaciones excepcionales.


Sé que Iván volverá a esas calles, será entonces cuando entienda aquello que un día su tío le quiso explicar.

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