En un esperadísimo vuelo a Tokio he caído en las redes de Junichiro Tanizaki. Leído en dos horas su ensayo 'El elogio de la sombra', he sentido picos del placer que sólo da la lectura, el silencio y la reflexión.
Un intelectual es aquél que sabe abrir tu capacidad de raciocinio a territorios desconocidos por ti sin por ello hacerse incomprensibles.
Escrito en 1933, intuyo que de un tirón y sin esquemas previos, Tanizaki se plantea en voz alta qué habría sido de Japón de no haberse cruzado con un Occidente al que considera más avanzado y ambicioso. ¿Cómo habrían ellos inventado la luz? ¿Qué medios de transporte habrían ideado? ¿Qué cine? ¿Qué fotografía?
En pasajes preciosos donde explicita el éxtasis que puede suponer para un japonés oír el agua hirviendo previo a la ceremonia del té o el disfrute del primer sorbo a una sopa de miso en un cuenco negro lacado con ribetes dorados, nos plantea cómo seríamos cada uno sin habernos cruzado con los otros, cuánto hay de nosotros mismos en lo que somos, con las licencias que da la literatura para fantasear sociedades y vidas que no existirán, que ya no pueden existir, salvo en nuestra cabeza.
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