Al entrar en la mezquita principal del Gran Bazar de Teherán, Hamid quiso explicarme el sentido de una vieja fuente que aparecía tras cruzar la puerta.
-Kerbala es una ciudad iraquí que es santa para los chiíes. Allí murió nuestro tercer mártir, torturado por el enemigo.
Al mártir lo mataron de deshidratación y los chiíes colocan una fuente en cada mezquita, a la que nunca puede faltarle el agua. Entendí, ya en ese momento, que el enemigo era el suní. Más que el cristiano o el judío, el enemigo siempre es el más cercano.
Ya dentro del templo, nos quitamos los zapatos y él tomó una especie de pastilla de jabón dura, marrón. Dudé si coger una… Ya fuera le pregunté el sentido de esa pieza, tras ver que chocaban su frente contra ella al inclinarse sobre la moqueta.
-Los chiíes, Salvador, no podemos tocar la moqueta sagrada con la cabeza.
Por si no me quedó claro, prosiguió:
-Los suníes sí la tocan-
Una vez en el museo islámico, mostró interés en llevarme a la sala de los manuscritos, preciosos libros amanuenses de colores, hasta dar con el libro buscado.
-Es del siglo XII –comenzó, se trataba de un mapa-. ¿Conoces el conflicto acerca del nombre del Golfo?
Lo preguntó con tal rotundidad que me avergonzó reconocer que no.
-Sí, ellos dicen que es el Golfo Arábigo –los suníes-, pero aquí está bien claramente escrito –en persa- que ése es el Golfo Pérsico –asentí, entregado a la causa chií.
Fue entonces cuando nos acercamos a la vitrina con el original de uno de los más famosos cuentos persas, el del príncipe Rostám.
-¿Quieres que te lo cuente?
Moría por escucharlo.
‘Rostám era un príncipe famoso por su fuerza y valor, ya mató un elefante de pequeño. De joven, aventurero, cruzó a caballo la frontera con territorio turco y se enamoró de la princesa enemiga, con quien tuvo un hijo, Sohrab. Con el tiempo volvió a territorio iraní, abandonando a su familia. Y llegó la Guerra con el vecino del norte. Las fuerzas estaban tan igualadas que acabó interviniendo él, montado a caballo y con armadura. Frente a Rostám, sin poder imaginarlo, estaba su hijo. Sohrab lo hirió primero, sin saber que era el padre, que se repuso. Entonces cargó contra el turco, sospechando ya que pudiera ser su hijo. Lo malhirió. Pidió, angustiado, que le quitaran la coraza. Se derrumbó al ver la cara de su hijo repudiado. Gritó ayuda a los suyos, medicinas… Pero murió en sus brazos antes de que pudieran llegar’.
Me dice Hamid que hay un proverbio iraní para lamentar las oportunidades perdidas. ‘Son las medicinas de Sohrab’.
Sohrab era turco, pero pudo ser suní.
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