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lunes, julio 11, 2016

Risa

Hubo en tiempo en que me atraía el dolor.

La universidad se ofrecía como un tiempo infinito, la gente entraba y salía de mi mundo sin descanso, los miedos peleaban con el proyecto de no saber muy bien qué querer ser, de tan grandes que se abrían las puertas de la vida para mí; el sexo aparecía como enemigo, a la muerte la sentía perseguirme y los complejos desafiaban a mi espíritu racional; las llamadas de los viernes que no llegaban para tomar copas, los amigos que dejaban de jugar a ser niños y una familia que parecía deshacerse.

Entonces aparecían personajes aún más desgraciados que yo, y me enamoraban. Cuantos más dramas familiares, más puntos ganaban; sus temores, impotencias y desconsuelos me hacían más fuerte. Era menos desgraciado teniendo a ellos, los marginados de la alegría, a mi lado.

Hubo, sin embargo, rendijas que fueron dejando entrar el sol: mis mañanas remando por el Guadalquivir, los viajes por Europa descubriendo un mundo impresionante, las novelas deslumbrantes del fin de siglo americano, las noches locas de alcohol junto a mis hermanas...

Sin darme cuenta, los años fueron desescamándome de nubes negras que me buscaban para hacerse resonar sus penas. Me aburría la tragedia de sus vergüenzas. Fui, como por ensalmo, acercándome como una lapa a gente que sonreía, que lo hacía todo el rato y sin venir a cuento. Descubrí lo hermoso que es vivir al lado de quien se apunta a todo y no pregunta a cambio de qué.

Ayer regresábamos a Sevilla, desde Marbella, por el camino de Ronda. Empezaba a anochecer y propuse una parada para tapear. Fran y Nuria aceptaron la propuesta por aclamación.

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