Lejos de banderas, soy un ser profundamente europeo. Antes de tener ningún tipo de responsabilidad profesional, apenas comenzando la universidad, ya me iba con mis amigos de tren en tren para atravesar fronteras, leer idiomas diferentes y observar paisajes. Me recuerdo como si fuese ayer sentado, con menos de veinte años, en unas baldosas de la estación de tren de Estocolmo como feliz espectador del trasiego de gente rubia caminando con prisas de un lado a otro.
Recorrer este viejo continente tuvo el efecto inicial de hacerme sentir muy pequeño, al ver la enorme diversidad de culturas, lenguas y conglomerados urbanos, cuando aún no sabía que me estaba haciendo grande como persona al abrir los ojos al espectáculo de contemplar las gentes de los países que conforman el origen de una de las grandes civilizaciones de la humanidad. Visité Berlín cuando tiraron el muro y atravesé de un lado a otro con una emoción que se me salía del corazón.
No sé definir si admiro más la cultura francesa, la inglesa, la alemana, la italiana, la de los países nórdicos o mi propia cultura hispana, pero sí sé que todas son fundamentales para conformar lo que hoy somos. No se entiende nuestro presente sin Voltaire, Dante, Kant, Cervantes o Lord Byron.
Un continente que ha estallado mil veces en guerras de incomprensión, en atroces carnicerías durante siglos, para definir fronteras o imponer religiones, y que por fin ha encontrado sus leyes básicas de entendimiento en una organización plurinacional apoyada en los derechos y libertades más amplios que nunca hayamos tenido.
Una organización burocrática y perfectible, seguro. Gris, lenta y aburrida, tal vez. Pero bendito aburrimiento el que nos permite construir un futuro en paz.
Pasado mañana comienzo unas nuevas vacaciones por la Europa del norte de Francia hasta llegar a Holanda, con la ilusión de transmitirle a mi sobrino Iván un pellizco de la emoción que supone para mí patearme sus calles, con la alegría de llevar a mi hermana Raquel por los rincones donde se movieron Rubens, Rembrandt o Carlos V, en tanto nos avasallan noticias que, una vez más, anuncian su declive, atacada por fanáticos que sólo buscan la destrucción de la armonía de un pueblo culto; armonía que tan costosa ha sido de alcanzar.
Los radicales se buscan para deshacer lo conseguido por generaciones, que entendieron que las luchas fratricidas quedaron atrás; radicales que vienen para imponer el terror, el odio y la vergüenza. Radicales que llegan de fuera o que surgen de dentro, analfabetos y pijos, salvajes y cultivados, mediocres, pusilánimes, rencorosos, provincianos, egocéntricos y despreciables hasta decir basta.
Yo quiero enseñarle a Iván lo mejor de Europa y decirle que esa tierra es suya, que hay que amarla porque nosotros venimos de ahí y estamos obligados a defenderla de quien la odia, porque quien odia a Europa como sentimiento universal es el peor de los fascistas, el más rancio, el menos solidario, el más desmemoriado, torpe y necio.
Recorrer este viejo continente tuvo el efecto inicial de hacerme sentir muy pequeño, al ver la enorme diversidad de culturas, lenguas y conglomerados urbanos, cuando aún no sabía que me estaba haciendo grande como persona al abrir los ojos al espectáculo de contemplar las gentes de los países que conforman el origen de una de las grandes civilizaciones de la humanidad. Visité Berlín cuando tiraron el muro y atravesé de un lado a otro con una emoción que se me salía del corazón.
No sé definir si admiro más la cultura francesa, la inglesa, la alemana, la italiana, la de los países nórdicos o mi propia cultura hispana, pero sí sé que todas son fundamentales para conformar lo que hoy somos. No se entiende nuestro presente sin Voltaire, Dante, Kant, Cervantes o Lord Byron.
Un continente que ha estallado mil veces en guerras de incomprensión, en atroces carnicerías durante siglos, para definir fronteras o imponer religiones, y que por fin ha encontrado sus leyes básicas de entendimiento en una organización plurinacional apoyada en los derechos y libertades más amplios que nunca hayamos tenido.
Una organización burocrática y perfectible, seguro. Gris, lenta y aburrida, tal vez. Pero bendito aburrimiento el que nos permite construir un futuro en paz.
Pasado mañana comienzo unas nuevas vacaciones por la Europa del norte de Francia hasta llegar a Holanda, con la ilusión de transmitirle a mi sobrino Iván un pellizco de la emoción que supone para mí patearme sus calles, con la alegría de llevar a mi hermana Raquel por los rincones donde se movieron Rubens, Rembrandt o Carlos V, en tanto nos avasallan noticias que, una vez más, anuncian su declive, atacada por fanáticos que sólo buscan la destrucción de la armonía de un pueblo culto; armonía que tan costosa ha sido de alcanzar.
Los radicales se buscan para deshacer lo conseguido por generaciones, que entendieron que las luchas fratricidas quedaron atrás; radicales que vienen para imponer el terror, el odio y la vergüenza. Radicales que llegan de fuera o que surgen de dentro, analfabetos y pijos, salvajes y cultivados, mediocres, pusilánimes, rencorosos, provincianos, egocéntricos y despreciables hasta decir basta.
Yo quiero enseñarle a Iván lo mejor de Europa y decirle que esa tierra es suya, que hay que amarla porque nosotros venimos de ahí y estamos obligados a defenderla de quien la odia, porque quien odia a Europa como sentimiento universal es el peor de los fascistas, el más rancio, el menos solidario, el más desmemoriado, torpe y necio.