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lunes, marzo 28, 2016

Mármol

Mi recién acabado e inolvidable viaje a Florencia me ha servido, como tantos otros, para conocerme mejor. Se aprende al triple de velocidad de uno mismo cuando te apartas de los escenarios y los tiempos de siempre.

La ciudad toscana ofrece un espejo donde ver el recorrido del ser humano, individual y colectivo, en su perpetua búsqueda del sentido de la existencia a través de la belleza, de la política, de la religión, del urbanismo; de la cultura, en suma.

A Florencia le pierde, quizás, su propia grandeza. Son tantos los que andan buscando la clave de la ciudad, que ésta se pierde entre personas que no son de allí y que ansían encontrar con sus móviles, en un tiempo récord, las fotos que capten la esencia de un lugar privilegiado; es esta circunstancia la que dificulta el sosiego necesario para conectar con una sociedad florentina que se escapa entre estatuas que no dejan de ser de mármol.

Comes entre japoneses, americanos y franceses que impiden escuchar el verdadero acento de los siglos de sabiduría con que un colectivo se impregna a través de generaciones.

Lo más parecido a ese momento creímos encontrarlo en el silencio absoluto de la iglesia de San Gaetano la noche del jueves santo. Dimos allí con la inercia que nos hacía entrar por toda puerta abierta.

El incienso invadía la oscuridad que proyectaban las candelas de las velas y sobre el duro suelo verdoso hincaban sus rodillas mujeres cubiertas con velos blancos de monja y sacerdotes de rígido negro. Todos alrededor de una capilla pequeña, único foco luminoso, en un silencio perfecto. Allí nos colocamos abducidos por la llamada de lo eterno.

Al día siguiente quisimos mostrárselo a Bea, y volvimos a ese recinto amplísimo de lo no existente. Sin embargo no había velas, ni oscuridad, ni humo, ni velos blancos. Tan sólo quedaba una estampa más, maravillosa como todas, de una ciudad encubierta por su propia grandeza.

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