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lunes, junio 17, 2013

Pequeño

Para mi padre siempre será su ojo derecho, seguramente por razones sanas que no nos causan celos al resto de los hermanos.

A nosotros tres nos tiene por fuertes, pero a su hijo pequeño siempre lo vio como el más vulnerable, ese niño rubio, huérfano de madre con trece años, que escuchó de su muerte en la planta baja del hospital, estudiante rebelde en una familia que necesariamente se disgregaba por la fuerza centrífuga que causó perder el centro maternal que lo enlazaba todo.

David atravesó todas las fases, y lo seguirá haciendo, en su lucha visceral por encontrar su lugar en el mundo, con una fortaleza para vivir su soledad por la que no hubiésemos dado un duro hace veinte años.

Ahora nos visita tras meses recluido en su paraíso del Palmar para reencontrarse con su padre, viejo, débil y emocionado de volver a dar un abrazo a su hijo del alma, el que heredó su mismo despiste, la forma de hablar y cada uno de sus gestos.

Y yo observo sus miradas esquivas con la emoción de saberme irremediablemente unido a ellos.

Mi padre, ley de vida, piensa cada día un buen rato en su final y sé que tiene un apartado de sus pensamientos para cada uno de nosotros, aunque no nos molesta saber que su principal sueño es imaginar que David continúe en esa senda cada día más sólida hacia una madurez equilibrada de hombre autosuficiente, bueno y sonriente.

Sus tres hermanos estarán ahí, para cuidarlo, cuando no sepa verse fuerte.

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