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domingo, junio 07, 2020

Tomate

Estuvimos este mediodía comiendo con mis hermanas en un restaurante clásico de una calle escondida de Triana. Fuimos los primeros en llegar.

La propietaria charlaba con su madre en la mesa que habíamos reservado. Ya dio apuro levantar a la señora, muy mayor y con bastantes kilos de más.

-Si ella no se levanta -dijo la dueña- vosotros no coméis.

Todo era comida casera. Tomates grandes y rojos, un atún espectacular, huevos con langostinos, guiso de garbanzos. Exquisito.

El sitio se fue llenando y la jefa tuvo que levantar a su padre de otra mesa, a quien puso también a trabajar.

Hubo un momento en que vi al fondo a la madre en la cocina, con tres sillas apiladas haciéndole de sostén, y al padre recogiendo platos. Bien pasados los setenta, los dos.

A media comida fue el señor quien vino a comentarnos los postres. Le temblaba la cara y las manos al explicarnos. Simpático donde los hubiera, pero agotado en el hablar, y respirar, tras su mascarilla de rigor.

Producía una tremenda ternura.

Uno se pregunta si hay derecho a eso. Uno se responde si no serán ellos mismos quienes no quieren dejar de ser útiles. No a su hija, sino a ellos mismos.

Es fácil juzgar, es complicado vivir.


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