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domingo, noviembre 25, 2018

Toalla

Era nuestro segundo día en Kyoto, habíamos caído rendidos a la belleza de sus templos y nos disponíamos a encarar una excursión en tren a Nara, la vieja ciudad imperial. Antes habíamos querido visitar el santuario de puertas naranja de Fushimi-Inari, pero equivocamos el tren, lo que apenas trastocó el orden de nuestro recorrido.

Contemplar el gran templo Todai-ji de Nara, con su gran Buda, fue una experiencia sobrecogedora. ¡Tanta belleza! Pasear, divertidos, el gran parque de la ciudad, dar de comer a los ciervos sin que te muerdan los dedos; participar en ceremonias intimistas donde escribir deseos, beber agua purificadora, hacer sonar 'gongs' sin trascender su importancia convirtió la mañana en una deliciosa incursión por el Japón más deslumbrante en un día de sol canicular.

Al entrar al tren de vuelta, lleno de colegiales salidos del instituto, con sus uniformes propios de dibujos Manga, entró un señor maduro, muy alto, de apariencia americana, con una enorme mochila y una horrorosa toalla entre la cabeza y el gorro para contener el sudor. Como si fuese invisible, ajeno a su esperpéntica vestimenta ¡Y tan pancho!

A mí se me mezclan entre las imágenes inolvidables de Nara aquella del turista insensible al hecho de que los que viajamos le debemos nuestro decoro a la belleza de los lugares que se nos regalan.


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