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domingo, febrero 12, 2017

Ventanilla

Sólo un tercio de los asientos de un avión estándar tiene ventanas.

Recuerdo un comentario que hacía mi madre acerca de un viaje a Galicia con un matrimonio amigo: 'Atravesábamos unos paisajes tan diferentes de Andalucía, ¡y ella iba leyendo el Lecturas!'

No sé hasta qué punto mi rareza, pero no entiendo que la gente no dé bofetadas por coger ventanilla en el avión. Ese placer inmenso de ver el mundo desde arriba parece que gran parte del género humano lo considera normal, contemplar cordilleras nevadas o grandes valles, las costas arenosas, los pueblos escondidos, tratar de adivinar qué ciudad es ésa, qué río aquél. Aun cuando las nubes lo tapan todo y juegas a imaginar cómo de oscuro estará ahí abajo, cuánto frío no hará allí donde no termina de calentar el sol; incluso cuando todo es igual, aun cuando es noche cerrada. En mi mente almaceno largos viajes sobre el Atlántico, con todo el pasaje dormido y yo asomado al gran balcón que me ofrece mi ventana para ver el océano a mis pies, con la luna sola, para mí, mostrándome lo pequeño que somos; cruzar los Andes y ver los lagos turquesas escondidos entre cumbres heladas; sobrevolar el Amazonas viajando hacia Bolivia, tapado con una manta y viendo amanecer con el sol proyectándose sobre un manto verde infinito; imaginar los tiburones durmiendo alrededor de un Puerto Príncipe iluminado en medio del Caribe; emocionarme con islas diminutas repartidas en un mar de Indonesia tan azul que no lo distingues del cielo, en una suerte de levitación en que todo podría acabarse y hacerlo bien; saltar el mar de Japón desde Corea con un gintónic hasta divisar tierra nipona y contemplar los pequeños templos desperdigados entre sus montañas; aterrizar por primera vez en Nueva York y admirar la inmensidad de esa urbe con la que tanto sueño desde que la pisé; ver acercarse el Teide cuando vas a Canarias, o entrar en la hermosa costa de Huelva y su espectacular Coto de Doñana al volver de allí; despegar de Ciudad de México para alucinar con la vastedad de una tierra maltratada, donde sobreviven colinas no urbanizadas de épocas grandiosas; saborear los momentos en que el avión balancea para tomar tierra, instantes de cosquillas en que se atraviesan los algodones de nubes para asumir con orgullo lo lejos que ha llegado el hombre, para felicitarme por haberlo sabido siempre disfrutar.

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