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jueves, mayo 05, 2016

Incendios

Jugar al límite es una opción vital por la que ciertas personas optan en su relación con los demás.

Se trataría de establecer una continua medición de fuerzas con el otro, de forma que cada momento en que hay un contacto con alguien cercano el susodicho saca el cronómetro, la balanza, el libro de notas y la cámara de fotos para controlar cómo de bien, rápido y pasionalmente ha actuado cada uno frente al otro, para anotarlo con todo lujo de detalles en el cuaderno de sus recelos.

Yo era así de joven.

Son individuos excesivamente exigentes consigo mismos, por lo general, que aplican a los demás el mismo nivel de severidad en la evaluación del otro, sin comprender que la vida no es una competición ni hay medallas que repartir al final del camino. Suele ser gente interesante, con muchos valores que, sin embargo, no empatizan con las virtudes que no le son propias.

Si uno al madurar no se aplica el cuento de quitarse de encima estos comportamientos infantiles corre el riesgo de convertirse en un incendiario dedicado a regodearse en el reproche, especialista en ver en los demás el labio seco pero no la mirada brillante, incapaz de disfrutar de la parte luminosa de su pareja para centrarse en las lavadoras no puestas y los cumpleaños no felicitados por sus amigos.

Estas personas, de cuya secta salí hace tiempo, te lanzan a la cara sus frustraciones de analfabeto emocional para hacerte reaccionar, con la torpeza de quien lo hace en la creencia de ayudarte a ser mejor. Te calientan con frases irónicas, comparaciones basadas en medias verdades y autoflagelaciones que muestran cómo ellos sí son de raza; si se pasan de frenada en sus reconvenciones, son especialistas en lanzarse en tromba a apagar el incendio con una sonrisa, seguramente sincera.

Llega el día en que los amigos juzgados prefieren dejar de dar explicaciones de sus propias flaquezas y vuelven la cara a quien hubo un día que vieron desnudo de prejuicios.

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