La iglesia de San Bernardo estaba a rebosar. Hacía tantos años que no iba, desde los tiempos en que vivía mi abuela, que la imaginaba más recogida. Allí estaba ya mi padre, mis hermanas e Iván que, inquieto, me preguntaba en susurros incontenibles cada cinco minutos cuánto faltaba para terminar la misa.
-¿No conociste a mi tía Cuqui?
Iván negó con la cabeza y eso me dio una idea del tiempo pasado sin verla.
-Ella era una tía 'guay' -le expliqué-. ¿Sabes cómo puedes comprobarlo?
Él me miró con la cara con la que miran los chavales que se adentran en terrenos desconocidos, yo observé los grandes ángeles sosteniendo los candelabros y entendí que, a su edad, estos escenarios impresionan; más aún cuando ya no viven en una generación de misa los domingos y fiestas de guardar, sino en una sociedad desacralizada, afortunadamente, que abandonó a la iglesia hace ya muchos años.
El cura habló de mi tía como una mujer de fé, y yo miré a mi hermana Mónica, que me cruzó una mirada de asombro.
Cuqui era una mujer de corazón y uniforme blanco, siempre resuelta entre los pasillos del Virgen del Rocío echando un cable, y una sonrisa de tranquilidad, y caricias, a cualquiera de los que tuvimos que pasar alguna vez por sus habitaciones o quirófanos. Era una mujer curranta y divertida, de la que recuerdo su risa hueca, los enormes vasos de coca-cola y su noviazgo con mi tío Pepe. Cuqui, para mí, era una imagen dulce de mi adolescencia.
-En esta iglesia hay cientos de personas, eso demuestra que muchísima gente la quería. Que era una mujer 'guay'.
-Si se muere un 'esaborío' no viene nadie, ¿verdad? -Confirmó Iván con media sonrisa.
-Muy poca gente.
A poco de jubilarse los dos y sin previo aviso, mi tío Pepe se queda a solas con sus tres hijos veinteañeros y el rictus roto de la incomprensión.
Allí nos abrazamos primos, tíos y amistades de mi época adolescente enfrentando un sinsentido más. Me abracé a sus hijos por la necesidad de hacerlo, de transmitirles mi dolor más sincero y mi solidaridad más pura. Perder a una madre es atravesar un río muy caudaloso que para siempre queda atrás.
-¿Sabes lo que es un pésame? -Le pregunté a Iván.
-¿No conociste a mi tía Cuqui?
Iván negó con la cabeza y eso me dio una idea del tiempo pasado sin verla.
-Ella era una tía 'guay' -le expliqué-. ¿Sabes cómo puedes comprobarlo?
Él me miró con la cara con la que miran los chavales que se adentran en terrenos desconocidos, yo observé los grandes ángeles sosteniendo los candelabros y entendí que, a su edad, estos escenarios impresionan; más aún cuando ya no viven en una generación de misa los domingos y fiestas de guardar, sino en una sociedad desacralizada, afortunadamente, que abandonó a la iglesia hace ya muchos años.
El cura habló de mi tía como una mujer de fé, y yo miré a mi hermana Mónica, que me cruzó una mirada de asombro.
Cuqui era una mujer de corazón y uniforme blanco, siempre resuelta entre los pasillos del Virgen del Rocío echando un cable, y una sonrisa de tranquilidad, y caricias, a cualquiera de los que tuvimos que pasar alguna vez por sus habitaciones o quirófanos. Era una mujer curranta y divertida, de la que recuerdo su risa hueca, los enormes vasos de coca-cola y su noviazgo con mi tío Pepe. Cuqui, para mí, era una imagen dulce de mi adolescencia.
-En esta iglesia hay cientos de personas, eso demuestra que muchísima gente la quería. Que era una mujer 'guay'.
-Si se muere un 'esaborío' no viene nadie, ¿verdad? -Confirmó Iván con media sonrisa.
-Muy poca gente.
A poco de jubilarse los dos y sin previo aviso, mi tío Pepe se queda a solas con sus tres hijos veinteañeros y el rictus roto de la incomprensión.
Allí nos abrazamos primos, tíos y amistades de mi época adolescente enfrentando un sinsentido más. Me abracé a sus hijos por la necesidad de hacerlo, de transmitirles mi dolor más sincero y mi solidaridad más pura. Perder a una madre es atravesar un río muy caudaloso que para siempre queda atrás.
-¿Sabes lo que es un pésame? -Le pregunté a Iván.
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