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jueves, septiembre 06, 2012

El taburete

Mi madre, ama de casa, solía planchar en la cocina. Un espacio cuadrado donde entraba mucha luz y que estaba justo al lado de mi habitación. Recuerdo las horas de la merienda cuando yo estudiaba y sentía el olor a vapor, a detergente; momentos en que me escaqueada de mis libros y me sentaba en un taburete frente a ella para contarle mis hazañas del cole, o le explicaba acerca de mis deberes, cómo eran mis profesores o las peleas con los amigos.

Ya desde pequeño era de preguntas muy directas que me traían respuestas llenas de contenido que no siempre me convenían.

A veces mi táctica era retorcer tanto el razonamiento planteado que mi madre no tuviera otra respuesta posible que aquélla que yo deseaba recibir, inquietudes que por entonces versaban sobre los miedos que tienen los niños al futuro, a la soledad o al hecho mismo de crecer.

En una de éstas, mientras ella planchaba y yo me tomaba mi colacao, le pregunté si era verdad que teníamos que morirnos todos. Yo era tan pequeño que no se me pasaba por la cabeza que la respuesta pudiera ser afirmativa.

-Pues claro, hijo. Todos nos tenemos que morir.

Era tan tajante que no merecía discusión, venía de la persona que más me podía querer en el mundo y me lo soltaba así, sin un amago de duda.

Por ser tan preguntón me llevé una impresión tan brutal que el conflicto con la muerte que todo ser humano tiene yo lo adelanté a edades en que se deben tener otros miedos menos viscerales.

No ha sido hasta hace bien poco que he conseguido dominarlo. Una mañana me planteé: ¿qué sentido tiene amargarse cada día pensando en el momento en que ya no serás nada si cuando no seas nada no te darás cuenta de que no existes?... porque no existirás.

Aterrorizarse ante la muerte, entendí ese día, es de personas poco inteligentes.

¿Para qué avanzar situaciones que te paralicen cuando no hay nada que hacer para evitarlas?

Desde ese día no muy lejano comencé a no pensar todos los días en la muerte.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

La idea de la muerte es inherente al ser humano desde su uso de razón. Todo ser consciente de su propia existencia conlleva inequívocamente la idea de desaparecer, del final. Esto aunque sorprendente les pasa a otros animales como a los elefantes que incluso hacen una especie de ritual hacia algún miembro de su familia o grupo fallecido.
Para Freud la muerte es como un espacio irrepresentable, una realidad indefinible sin inscripción psíquica. La vida no tendría valor si no tuviera fin. La muerte, como la vida, está en función de la singularidad de cada ser humano. Lo que realmente importa ya no es que vamos a morir, lo que es inevitable y el momento nadie lo sabe, sino el hecho de llevar una vida plena y satisfactoria.

Saludos,
Manuel

Ana dijo...

últimamente pienso mucho en la muerte, porque se van yendo personas muy queridad para mí, y sobre todo muy jóvenes. Pero intento vivir sin ese miedo, porque entonces no vivo, y además por qué ante esto no se puede hacer nada-
Me ha gustado tu reflexión.

Me quedo por saquí.

Un beso.