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domingo, septiembre 20, 2009

Arenys de Munt

Con Cataluña siempre he tenido una reacción sentimental fuerte. Ya hace muchos años que la pisé por primera vez, cuando practicaba remo y se celebraban en Bañolas los Campeonatos de España cada verano. Más tarde tuve la oportunidad de conocer gente en el Pirineo gerundense y tener incluso alguna relación amorosa en la estación de esquí de La Molina. Luego vinieron las Olimpiadas, donde pude pasar más de una semana y comenzar mi idilio con Barcelona.

Y debo decir que nunca me he sentido allí en el extranjero. Ni por asomo. Del mismo modo que confieso que tampoco siento estar del todo en casa, tan cómodo, relajado, despreocupado, como me pueda sentir en Las Palmas o Madrid.

Reconocerlo es, a mi entender, la clave.

Cataluña es singular.

Se podría hacer la comparación con una familia que tenga un miembro específico, adoptado, recogido, diferenciado. Poco importa la razón. La familia tiene que hacer un esfuerzo para integrarlo y, claro está, esa persona deberá saber adaptarse, pero siempre entendiendo que para ganarlo a la causa de la familia hay que respetarle su espacio propio, acordar determinadas reglas y respetarlas.

Cataluña es el vecino de nuestro bloque con el que compartimos patio, pero que tiene una salida específica a la calle. Ese vecino con quien nos cruzamos, pero que organiza su espacio de otra manera.

Yo aprecio a ese vecino, quiero a ese hermano adoptado, que habla distinto, que se mueve a otro ritmo, que delimita sus propias soledades.

Sé que para que se sienta bien con nosotros, no tenemos que jugar todos al mismo juego ni reír al unísono.

El círculo de los reproches hay que romperlo desde la actitud propia, la única que podemos manejar.

No quiero vivir en Cataluña, no quiero aprender catalán, no pretendo más que seguir conviviendo con una tierra que me aporta tanto, ver en el telediario noticias de Barcelona que no tengan por qué siempre ser políticas, contemplar de cerca su cosmopolitismo, saber que tengo a hora y media de avión un lugar donde nunca me sentiré en el extranjero, pero en el que siento que me debo desenvolver con respeto por una cultura, un pueblo, que se siente familia y defiende su forma de entender el mundo.

Quiero una Cataluña abierta, moderna, aquella de la que aprendí, la de Laforet, Dalí, Gaudí, Mendoza, Moix, Rodoreda, Gironella, Roig… una tierra siempre creativa, europea, adelantada, sana.

Me gustaría seguir asomándome al patio y viendo abierta la puerta del vecino que sale a otras horas, que vive otras emociones, que habla en otra lengua, pero también en un español de acentos fuertes conmigo.

Los reproches al otro son sencillos de hacer, los esfuerzos propios, en cambio, son los que hacen progresar el mundo.

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