Son varios kilómetros sin apenas nadie, entre dunas, lagunas, pinos e higueras, perdido entre cantos de pájaros y el soplo de la brisa del Algarve.
Me encanta recorrerlo al atardecer, así que suelo llegar a la otra punta del camino cuando el sol ya se ha puesto.
De tantas veces que lo he tomado, Fran ha calculado el tiempo justo para llegar con el coche allí, unos minutos antes de que yo termine el paseo.
Es entonces el momento en el que aparece con sus brazos desplegados al final del camino, viniendo hacia mí, justo cuando visualizo, exhausto, los primeros edificios que me conectan de nuevo con la civilización.
Yo abro los brazos igual de grandes, nos da igual quien nos mire, hasta llegar a él y fundirnos en un abrazo, de esos de llevarnos una vida sin vernos.
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