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salvador-navarro.com

martes, marzo 31, 2009

Los muertos del Papa

Hay determinados temas que, de tan diáfanos, parece imposible tener que discutirlos. 

No es difícil ver la cadena de transmisión. Desde las pantallas de televisión del África Negra católica llega un mensaje del adorado Papa, que se desplaza en su Boeing para transmitirles lo que se supone ya debían saber, que los 540.000 infectados de SIDA del Camerún son pecadores y que no sirve de nada utilizar el condón. Quien no sea pecador no se contagiará. Un 6% de la población en un país donde las posibilidades de tratarse son mínimas. Quien no viese la tele, recibirá el mensaje directamente en la homilía de su iglesia de madera, o se lo dirá el vecino, o le pondrán la cara colorada si consigue juntar el dinero para ir a una farmacia a comprar un preservativo. 

Al Papa le hubiese gustado que los seres humanos fuésemos figuras geométricas asexuales, que se quisieran por programa y que, para que no se perdiera la especie, surgiera un cable que transmitiera una señal que posibilitara a la pareja para la que estaba programada tener otra figurita de porcelana. Al Papa le dan miedo las relaciones humanas, porque no sabe lo que son. No sabe lo que es el sexo y lo odia, escupe todo sus miedos y represiones, no sabe lo que es el amor real tras esa capa blanca de hipocresía. 

Se permite coger un avión de vez en cuando para salir de su celda dorada y decir al mundo lo que no es el mundo. 

No somos figuritas de porcelana, somos seres de carne y hueso que vivimos una realidad más dura de la que se ve desde ningún púlpito. 

Ya vale de acusar por follar, de pedir cárcel para las mujeres que abortan, de compadecer a los homosexuales, de castigar al infierno de una enfermedad sin cura a millones de negros a quienes se les educó en el amor a un Dios que tiene un representante impresentable en la Tierra.

martes, marzo 24, 2009

Mis Galias

Acabo de volver de unos de mis sempiternos viajes a Francia. Sea por trabajo (y placer) o por darle simple gusto al cuerpo, reencontrarme con este país me resulta en cada ocasión enriquecedor.
En mis principios más consolidados está el no dar valor a las fronteras en tanto que divisoras de seres humanos. Por muy naif que suene, las banderas, los territorios… no pueden ser más que anécdotas en lo que respecta a la esencia del ser humano.
Todo esto no quita para reconocer lo que supone caracterizar a un pueblo en función de su historia, de su lengua, de particularidades culturales, de comportamiento.
Francia para mí supone conversación en cenas largas, implica poner en duda todo. Francia es un merci, un desolé, un s’il vous plaît y un pardon. Es educación y elegancia. Es la declaración de los derechos del hombre, son casas con grandes muros de piedra y áticos de pizarra. Es Marie Curie y Pasteur, es la Revolución y el fin de privilegios aristocráticos sin sentido. Es cine de autor, es Flaubert y Maupassant, es Voltaire y Rousseau. Son paisajes en verde y dolor por guerras destructoras construyéndose a sí misma en el corazón de Europa.
A Francia entré con dieciocho años haciendo interrail, sorprendido por la majestuosidad del Garona atravesando Burdeos. Recuerdo una señora mayor dando de comer a un caniche en la mesa de un restaurante.
París fue el gran impacto. Soñaba, siendo un adolescente, poder tener la oportunidad en el futuro de vivir mi madurez en esa ciudad en que se respiraba belleza en cada rincón. La vida es tan azarosa (o no) que me dio la oportunidad quince años más tarde. De París me quedo con los jardines de Luxemburgo las mañanas de los domingos, los cafés de Saint-Germain, las creperies de la rue Mouffetard, los mercados al aire libre en Bastilla, las copas por Oberkampf, los paseos con un libro por el cementerio de Pere Lachaise, la vida cultural de Montparnasse, el metro de Abesses, la place des Vosges de Víctor Hugo, el rompedor Beaubourg y su monumento a la maceta, el Louvre de los egipcios, de las grandes pinturas francesas, de los Murillos sevillanos.
El trabajo me hizo pasar muchas noches durmiendo junto a la imponente catedral de Rouen; con las visitas de amigos pude conocer Honfleur, en la costa normanda, o viví noches de amor en el Mont-Saint-Michel. Los fines de semana me permitieron visitar con calma la catedral de Chartres, primer esbozo universitario en época medieval. El Estrasburgo peatonal y su gran museo de arte contemporáneo, la gran Place del Capitole de la ville rose de Toulouse, las universitarias Caen y Valenciennes, la bulliciosa Lille, las soberbias catedrales de Amiens y Orleans, la vieja ciudad de Limoges, la frívola Niza, los coquetos castillos del Loira rodeando a Blois y su castillo de Francisco I.
Como español tengo necesariamente prejuicios heredados. Ellos nos invadieron, ellos nos desprecian, tiraron la fruta de nuestros camiones en los años ochenta, son soberbios, son distantes, no se lavan, se manifiestan contra todo y contra todos…
Como ciudadano del mundo tengo muchos menos monstruos en la cabeza y sé apreciar la grandeza de una Francia protagonista indiscutible en el devenir del hombre hacia un futuro cimentado en la cultura, en el respeto al otro, en el saber escuchar.
Vive la France!

miércoles, marzo 04, 2009

El placer del lector

De una editorial de un periódico nacional anoté hace algún tiempo que leer te hace más libre, más feliz y más divertido. Una idea se puede expresar de mil maneras, pero me quedé con la frase por rotunda.

Cada cual a su manera interpreta el mundo, su vida, la de los demás, el sentido profundo de las cosas; cada persona tiene sus trucos para ser feliz, da valor a cosas diferentes que el vecino, que el hermano o que el desconocido con el que nos cruzamos por cualquier calle.

Cuando nacemos, obligatoriamente nos vemos imbuidos en una atmósfera determinada, una familia que te ofrece el cariño que sabe, que puede o que quiere o no quiere demostrarte, y que te influye en tu actitud ante la vida. Te ingresan en un colegio que tú no eliges para recibir una educación que siempre estará sesgada y, poco a poco, vas despegándote a partir de los amigos, seres con quienes te sientes más cómodo, que tú crees elegir, para ir integrándote en una ciudad que siempre tendrá un perfil determinado, un clima, unos olores, frustraciones y vanidades.

Yo nací en Sevilla, en una familia de clase media, estudié en un colegio de curas y viví una infancia feliz.

Mis hermanos se ríen de ese período de mi vida, cuando siendo un enano no me separaba del periódico, de los libros de Los Cinco, de los cómics de Mortadelo y Filemón. ¡El repelente niño Vicente…! Más tarde enganchado a Delibes o al Trafalgar de Pérez Galdós, el Cid, la Regenta, el Quijote, el Lazarillo de Tormes, la Celestina, todos libros obligatorios en edad escolar.

Necesariamente el colegio me ofrecía una visión parcial, muy limitada de la realidad. Dios por todos lados, Sevilla como la ciudad más bonita del mundo, un ambiente de derechas y unas verdades indiscutibles.

Pero yo leía.

El húngaro Lajos Zilahy me habló de la amistad, ‘Por vez primera experimenté cuán dulce es confiar a otro todo cuanto nos oprime el corazón: parece que con ello entra en nosotros una corriente de aire fresco y un rayo de sol’, Julia O’Faolain me comentó que ‘cuando la religión te falla, la ética funciona bastante bien’; con Dostoievski viajé a los grandes paisajes despoblados de la Gran Rusia para conocer los extremos de la avaricia en el hombre, con Flaubert visité los páramos arbolados al sur de París donde se vivían historias de amor, de engaños inmisericordes, que no podía imaginar; Isabel Allende me insinuaba ‘que la memoria es frágil y el transcurso de una vida es muy breve y sucede todo tan deprisa que no alcanzamos a ver la relación entre los acontecimientos, no podemos medir la consecuencia de los actos, creemos en la ficción del tiempo, en el presente, el pasado y el futuro, pero puede ser también que todo ocurra simultáneamente...’ mientras Carmen Martín Gaite la apoyaba, ‘¡quién volviera a ese tiempo de instante detenido!’. Desde la cama de mi habitación reflexioné sobre teorías dispersas acerca del sexo, ‘Al sexo va un cuerpo sin cabeza, ni corazón, ni alma. Quien diga lo contrario no sabe qué es el sexo...’ afirmaba contundente Antonio Gala, pero Almudena Grandes me confundía, ‘la maldición es el sexo… no existe otra cosa, nunca ha existido y nunca existirá’.

Mi madre murió de cáncer y José Luis Sampedro supo explicarme ese dolor del enfermo terminal; y por esa época de juventud descorazonadora de sangre hirviente me enamoré con tanta fuerza que supe agarrarme a Benedetti, ‘En el amor no hay posturas ridículas ni cursis ni obscenas. En el no amor todo es ridículo y cursi y obsceno’, pero aprendiendo lecciones de Herman Hesse: ‘El amor y el gozo y esa cosa misteriosa que llamamos "felicidad" no está aquí ni allá, está solamente dentro de nosotros mismos’. Milán Kundera era más ácido conmigo, él me susurraba que ‘nunca seremos capaces de establecer con seguridad en qué medida nuestras relaciones con los demás son producto de nuestros sentimientos, de nuestro amor, de nuestro desamor, bondad o maldad, y hasta qué punto son el resultado de la relación de fuerzas existentes entre ellos y nosotros’. A veces llegué a confundir el amor con la amistad y Marguerite Yourcenar me lanzó un guiño, ‘la amistad es, ante todo, certidumbre, y eso es lo que la distingue del amor’. ¿Quién me explicaba entonces mi infelicidad de universitario perdido en las decisiones por tomar y la vida por vivir? Patricia Highsmith se lo planteaba conmigo, ‘¿era posible ser feliz lógicamente? ¿Podía hablarse de lógica y felicidad al mismo tiempo?’. Siempre estaba Hesse para contestarnos con gallardía, ‘...el hombre no debe perseguir grandezas o felicidad, heroísmo o una dulce paz, no debe desear otra cosa sino su limpieza de alma, una mente despierta, un bravo corazón y una fiel y comprensible paciencia que lo ayuden a resistir la felicidad junto con el sufrimiento, la conmoción tanto como el silencio’ o de nuevo Kundera, ‘el tiempo humano no da vueltas en redondo sino que sigue una trayectoria recta. Ese es el motivo por el cual el hombre no puede ser feliz, porque la felicidad es el deseo de repetir. Sí, la felicidad es el deseo de repetir’.

El placer del arte en sí, lo atrapó tan bien Muñoz Molina, ‘El arte enseña a mirar: a mirar el arte y a mirar con ojos más atentos el mundo’ que no sabría definirlo mejor. Quizás Amélie Nothomb, cuando me escribía 'Sería bueno acudir a las exposiciones así, por casualidad, con toda la ignorancia posible. Alguien quiere mostrarnos algo: simplemente eso ya cuenta'.

Sándor Marai, en cambio, sacó a relucir mis miedos, ‘en la vida de toda persona llega un momento en que se queda sola y nadie puede ayudarla’.

Con García Márquez hice viajes en que el calor húmedo era asfixiante, pasé un frío tremendo con Thomas Mann en los Alpes suizos, me trasladé miles de años atrás con Mika Waltari para dormir algunas noches en la ciudad de los muertos añorando a Nefer Nefer Nefer, me aventuré por sueños de mundos inexistentes con Rosa Montero. He abrazado una Sudáfrica dura con Coetzee, la Italia medieval con Ítalo Calvino, el Nueva York burgués con Irving, el México adulador y culto con Bolaños. Adoro el Madrid de Millás, la Barcelona de Mendoza, la Sevilla de Cernuda… Amo la Francia de Maupassant, la Alemania de Goethe, la desazonadora Inglaterra de Doris Lessing.

He viajado por todo el mundo y todas las épocas, he conocido hombres moribundos, amores tremendos incapaces de mantenerse en pie, he vivido toda clase de perversiones sexuales, he asesinado y me han aporreado, maltratado, vejado. Me han querido mujeres y hombres, he crecido en Indochina y me he recorrido los Estados Unidos en coche. Sé del dolor de la guerra sin sentido y de la fuerza del poder, me han exasperado vampiros, crápulas y maleantes. Sé lo que es un futuro si la sociedad se envilece, sé cómo los japoneses padecieron la bomba atómica, he luchado en los dos bandos de la Guerra Civil española. Fui anarquista, fui un facha. He sido heterosexual, homosexual, he tenido sida y he ayudado a sanar gente.

Sé que la vida es grandiosa, como dice mi querido Auster ‘es el azar quien gobierna el mundo. Lo aleatorio nos acecha todos los días de nuestra vida’.

Sé que hay ciudades más grandes y más hermosas que Sevilla, paisajes impresionantes, gente sabia y buena que nunca llegaré a cruzarme. Soy tolerante porque lo he vivido casi todo y porque estoy dispuesto a seguir sumergiéndome cada rato que pueda al otro lado de los libros, allí donde encuentro las no-respuestas a verdades universales vertidas por gente sabia que un día cogió una pluma y me quiso contar, a mí, lo impresionante que es la existencia humana.