Las frecuentísimas tardes de hotel en un polígono industrial al norte de Madrid son balsámicas, pese a no ver desde mi ventana más que una horrorosa nave de logística desde donde salen camiones hacia cualquiera sabe dónde.
Trato de no reprocharme el no bajar a Gran Vía al dejar el ordenador en la habitación, pero me puede la morriña de la cama y el sueño se convierte en holgazanería hasta acabar como ahora, sentado frente a la salida de las mercancías, espiando, a través de mi ventana, a los últimos trabajadores que fichan el cierre de una jornada más.
Podría darme latigazos diciéndome lo duro que es levantarme a horas indecentes y acabar con mis huesos, desfondado, en la habitación de un hotel rodeado de autopistas que no permiten un mínimo paseo, pero no me quejo porque soy un disfrutón.
Disfrutón del regalo de tener un buen empleo, de saber que el amor llena mi corazón, de poseer estas tardes anónimas, solitarias, en medio de ninguna parte, donde puedo dar rienda suelta a mi imaginación espiando camiones que van de aquí para allá, haciendo ruido, moviendo el mundo, como fantasmas centinelas de un polígono carente de la belleza de las cosas.
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