Que mi padre fuese un tipo extrovertido fue una bendición en mi vida, diría que en la de los cuatro hermanos.
Porque podía haberse recluido en la esfera de dolor que siguió a su viudez tan temprana, pero no lo hizo. De haberse metido hacia dentro, quizás habría arrastrado a sus hijos detrás.
Él entendió que el mejor homenaje que podía hacer a su rubia era disfrutar los muchos años que le quedaban por vivir.
Lo que mi madre le pidió.
En multitud de ocasiones he recordado, y recuerdo, sus palabras acerca del dilema de afrontar los problemas desde el encierro en uno mismo, esas tardes en las que llamaba a la puerta de mi habitación, a oscuras, cerrada a cal y canto, y me decía:
—Borete, te enfadas con el mundo y el mundo no se entera. No te recrees en tu dolor.
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