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salvador-navarro.com

sábado, octubre 30, 2010

Imágenes

A punto de terminar mi periplo asiático, las imágenes retenidas se repetirán de por vida.

Si algo retendré, sin duda, son los arrabales de Yakarta.

Pasarán los años y en el recuerdo quedarán los pescados vivos cortados delante de nosotros en el puerto coreano de Pusán, las niñas rebeldes del Tokio más cosmopolita, los prostíbulos de Bangkok, las megalópolis de nuevos ricos chinas, el caos de tráfico indonesio, los niños yendo descalzos a clase en India.

Pero habremos integrado sin duda mucho más.

La potencia de un continente que no se puede simplificar ni reducir ni homogeneizar.

Hay algunas teorías baratas que me puedo plantear, como pensar que los que menos colonizados han estado son los que mejor han orientado su futuro.

En Asia se resumen todas las grandezas y miserias del ser humano. Hemos vivido momentos de tanta dulzura y tanta tensión, que todo me lleva a pensar que no hay que definir tanto a los pueblos sino dejarse llevar por las personas.

No tengo el derecho a clasificar como maleducados a los indios o como entrañables a los tailandeses, aunque lo piense. Ni cuadriculados a los japoneses o laboriosos a los coreanos. No puedo ni quiero retener a los chinos como impersonales, aunque sea China el país que menos me haya llamado la atención.

Pero me quedo con los arrabales de Indonesia. La lluvia cayendo fuerte, los coches pasando entre motociclistas suicidas, las casas y chabolas de madera entre una vegetación arrolladora... entre miradas perdidas de personas sin futuro.

Mi pensamiento, para siempre, con los arrabales de Yakarta.

viernes, octubre 29, 2010

La columna

La inmensidad, hablan de 16 millones de habitantes, y el caos de Chennai, en la India, nos hizo contratar un circuito de 3 horas con chófer para hacernos con las distancias de la ciudad y visitar sus puntos más emblemáticos.

Tras pasearnos por su inmensa playa de arena fina, con barcas de pescadores, mucha suciedad y un mar infestado de tiburones, visitamos el fuerte montado hace siglos por los ingleses y la basílica de Santo Tomás, donde aparentemente está enterrado el santo, antes de llegar al fastuoso templo indú de Parthasarati...

Impresionado por su contundencia, en pirámides de piedra labradas con personajes minuciosamente perfilados que dan entrada al visitante, nos recibieron parias desaliñados, niñas que se hacían fotos con nosotros y viejas que nos untaban de polvo rojo el entrecejo. En los exteriores de cemento, tiendecitas vendiendo velas y flores para el templo, mujeres tiradas por el suelo y viejos famélicos pidiendo de comer.

A gritos me expulsaron cuando vieron que entré con zapatos. Me descalcé y volvieron a decirme que no, al llevar los zapatos en la mano.

Es un templo del siglo VIII, descuidado pero impactante, terrorífico diría yo. Multitud de pasadizos se hacen remolinos en su interior y no sabes hasta qué punto estás participando en un sacrilegio.

Los fieles entraban por diversas puertas, presenciaban a lo que deberían ser santones con falda blanca que, introducidos en pequeñas capillas doradas, los atraían hacia sí. Yo no entendía nada. Había quien se untaba con polvo amarillo colocado sobre las paredes, quien se tumbaba en el suelo, quien daba vueltas a una de las múltiples columnas negras, con personajes casi-aztecas labrados sobre ellas, siempre en el sentido de las agujas del reloj.

Me cogieron haciendo una foto y volvieron a gritarme.

Intenté salir, y de nuevo bronca.

Según dedujo Pablo, estábamos girando en el sentido contrario. Los giros sobre la columna, dentro del propio templo, alrededor de cada fuente... eran siguiendo las agujas del reloj. Incluso una maqueta del templo representaba a todos los muñequitos girando en el mismo sentido.

Hoy hemos salido tan tarde de trabajar que sólo nos apetecía una cerveza. Hemos cenado en el restaurante del hotel comida india, tratando de que no fuera tan picante como la de ayer. Arroz con yogur y patatas con especias, muy rico.

Luego hemos ido a la discoteca del mismo hotel donde nos hospedamos. Según dicen las guías el mejor night-club de la ciudad. Un local que cierra a las once y media de la noche y es considerado el mejor garito de una metrópolis de 16 millones de habitantes. Y pareciera que estábamos en la discoteca de Cazalla de la Sierra.

Es un país difícil para un europeo. Tanta pobreza ¡duele tanto!

Mirábamos, con un gintónic en la mano, a la gente bailar, tan torpe... apurando los cinco minutos hasta el cierre del mejor night-club de Chennai, que Pablo sentenció:

'No me extraña que le anden dando vueltas a una columna'

Y es que no encontramos ciudad más triste y aburrida que Chennai.

Tristeza y aburrimiento para dos occidentales que no olvidarán la miseria de las calles de la India.

jueves, octubre 28, 2010

India

El golpe brutal con la India ya lo comencé a recibir antes de pisar por primera vez su suelo. En el aeropuerto de Bangkok, esperando mi turno para el control de Inmigración, cuando yo era el primero de la cola, vi que un indio con gafas de sol y lleno de sortijas de oro se me colaba sin tan siquiera pedirme el favor. Pensé que perdería el vuelo... En la fila de embarque, cuando nos dirigieron al autobús para tomar el avión de la Thailand Airlines, los indios me pegaron empujones hasta en el carnet de identidad. Ya en el avión, eso parecía un manicomio. Todos haciéndose fotos sin atender a las peticiones de las azafatas para que dejaran los pasillos libres. Para cuando el avión ya había aterrizado, un azafato tailandés nos había explicado que temían los vuelos a la India por el cliente de ese país. La Thai da alcohol gratis a sus pasajeros con las comidas, y los indios tienen, según nos decía, muy restringido el acceso al alcohol en su país -por precios, por disponibilidad y por limitación de horarios de consumo-. Así que se montan en el avión y todo es Jauja. Cuando el avión aterrizó, aún iba circulando por la pista y medio pasaje -los indios- estaban de un lado para otro abriendo los compartimentos y hablando por el móvil. Las azafatas tailandesas, tan exquisitas, se miraban azoradas.

La llegada al aeropuerto no fue menos. Todos son gritos. No hay sutileza en el indio medio. Salíamos del país de las sonrisas para entrar en el de los gritos categóricos.

Conseguimos negociar un taxi con prepago, ya que daba miedo salir a la marabunta que esperaba al otro lado de la barrera. El taxi era de película de miedo. El conductor iba descalzo entre charcos cargando nuestras maletas. Como no podía cerrar el maletero decidió que fuéramos con éste abierto. '¡No, no, no!'. Cogí mi maleta y la coloqué en el asiento delantero. Me introduje alterado en mi asiento y cuando fui a cerrar la puerta, no tenía soporte del que tirar. Quisé abrir la ventana para empujar desde fuera, y tampoco había elevalunas. Le grité para que me cerrara desde fuera. Empecé, en poco tiempo, a abducirme por el mundo de los gritos categóricos.

El trayecto al hotel fue espectacular. Las casas o chabolas rodean al propio aeropuerto, casi que nacen con él. Todos son pitos, carreras, adelantamientos impensables en Europa. Y sí, en la India hay vacas caminando tan tranquilas por esas calles de locos.

El hotel, recomendado por Nissan, era de espanto. Empezaron a picarnos mosquitos en el mismo salón central del hotel y, tras haber decidido no tomarlas en Indonesia, subí a la habitación a coger las pastillas contra la malaria y el spray antimosquitos. Pablo me llamó para decirme que no podía tomarse una cerveza, que sólo se podía pedir desde la habitación. Yo se la pedí, bajé con ella y con las pastillas del paludismo. Me acerqué a la barra para pedir que me abriesen la cerveza y el camarero me gritó que allí no se servían cervezas, que la pidiera en mi habitación.

'¡Eso es lo que acabo de hacer!¡Y no olvides que soy un cliente y no permito que nadie me grite así!'

Hemos cambiado de hotel.

miércoles, octubre 27, 2010

Disfraces

Ya tuve la sensación el lunes, en la fábrica de Indonesia, cuando el gran jefe, que nos recibió en una sala de reuniones sin aire acondicionado y, vestido de gris, con la gorra de Nissan puesta, el sudor cayéndole por las patillas, el labio cortado, el bigote de pelos largos y la tez morena, nos preguntó acerca de los objetivos de nuestra visita de trabajo.

Mientras le explicaba en un pausado inglés acerca de nuestra organización, lo miraba viendo en él a alguien secuestrado en otras realidades que no le corresponderían de no haber contaminado tanto el mundo occidental a ese oriente tropical.

Al jefe de Nissan, de cara redonda, lo veía disfrazado de ejecutivo industrial en una escena que no podrían haber previsto sus antepasados.

Hoy en Tailandia he tenido la misma sensación. Viendo a los operarios con cara de retrato de Van Gogh vestidos de gris y atornillando las cajas de cambio a los motores, los he sentido desubicados.
Uno de los anfitriones que hemos tenido mientras visitábamos la fábrica, con sus andares casi bailarines, no dejaba de sonreír mientras nos contaba los entresijos de su proceso de producción.

Todos sonríen. En Tailandia todos sonríen. Incluso hay una proporción importante a la que, visto con los ojos de un europeo, casi se le ha ido la cabeza escuchándoles su risa constante y, aparentemente, sin sentido.

He tenido momentos de desconcentración estos días tropicales en que, hablándoles de cajas de cambio a los empleados de Nissan, he visto personas en otra esfera, con otras vidas secuestradas por un traje gris manchado de grasa.

martes, octubre 26, 2010

Tailandia

Hoy hemos dejado atrás la caótica ciudad de Yakarta, en un despegue espectacular para la vista. Las costas estaban inundadas por la gran tempestad que vivimos ayer y al norte, conforme el avión ascendía, pudimos comprobar las paradisíacas islas que se extienden por el mar de Java.

Hubo un momento en que las nubes desaparecieron, y sólo quedaba un inmenso mar azul turquesa bajo nosotros. Tan turquesa que se confundía en el horizonte con el cielo. Por entonces saboreaba un gintónic de aperitivo y ese puntito de alcohol junto con la visión infinita de azul en todo el espacio inmediato, me hizo sentir que estaba en otra esfera, eterna y sin fronteras, donde no había norte ni sur ni coordenadas posibles. Todo rodeado de azul viajando hacia ninguna parte.

Tailandia también se nos ofreció con las costas inundadas y grandes campos anegados.

Los edificios y autopistas a vista de pájaro, el aeropuerto y el tren hasta el hotel, el metro intermedio, los edificios, la gente moviéndose y el tono de éstas al hablar implicaban un giro radical, positivo y no esperado, frente a su vecina y desordenada Indonesia.

Yo quería pasearme Bangkok toda la tarde oscura que nos quedaba por delante, pero Bangkok es otra megalópolis imposible de pasearse a pie. Tomamos un taxi que tuvimos que dejar, por el colapso de tráfico, aprovechando la aparición de un templo budista.

Un templo budista de barrio. Un martes cualquiera en la vida de esta ciudad, con los 'parroquianos' arremolinados quemando incienso, arrodillados, ausentes, escribiendo deseos en papel para ofrecerlos a Buda.

En Tailandia el poder religioso parece estar excesivamente valorado. Y eso no me agrada.

Frente a la espiritualidad, la carne y el desenfreno de Patong. Nos acercamos al barrio rojo, donde todo se nos ofrecía. Sin escrúpulos. Tomamos cervezas rodeados de mujeres que nos proponían una compañía interesada, de chavales enseñándonos catálogos de DVD pornos o entradas para espectáculos similares en locales que aparecían cutres.

Pero nosotros queríamos una tranquila cena tailandesa. Encontramos el lugar. Allí llegaron cuatro asturianos recién llegados de vacaciones. Nos invitaron a una copa de Marqués de Cáceres que traían en la mochila y entablamos una conversación deliciosa.

Entonces una de ellas, al explicarles el objetivo de nuestro viaje, nos preguntó por Roberto Ruiz, amigo íntimo de ella que trabaja en nuestra fábrica.

Te vas al otro lugar del mundo y, en la mesa de al lado, hay alguien cercano a ti.

domingo, octubre 24, 2010

La jungla de Java

Entre Yakarta, al norte de la isla de Java, y Cimaya, justo al sur, hay unos 130 km.

Pablo es surfero, y ésta es una playa conocida en esta zona del planeta por sus buenas playas, olas y ambiente cosmopolita. Apetecía conocer el Índico y teníamos tiempo, así que no había mayor inconveniente para venirnos hacia acá después de desayunar.

Aunque la ruta parecía clara sobre el papel, si había alguna duda el GPS nos la iba a solucionar. Conducir por la izquierda no parecía un problema para él, así que yo me puse a las manos de copiloto, con el GPS por un lado, las instrucciones del Google Maps por otro y la cámara de fotos para retratar a la sociedad indonesia, los paisajes selváticos y volcánicos…

Salimos a las once de la mañana.

Salir de Yakarta es en sí toda una aventura. De hecho nunca sabes si has salido, porque la carretera siempre tiene casas alrededor.

Todos los tipos posibles te los encuentras en ese recorrido, en un ambiente primordialmente de miseria que parece ser vivido con alegría por sus habitantes.

En Indonesia deben estar el 75% de las motocicletas existentes en el planeta. Hay motos por todos lados, que se meten por tu derecha, tu izquierda, con conductores que deben ser de goma porque es imposible no haber tenido un accidente a la semana conduciendo una moto por Indonesia.

Cuando llevábamos dos horas de trayecto, ¡aún no teníamos claro si seguíamos en Yakarta! Los atascos, los cruces, las calles que existían en el GPS y no en realidad, las que aparecían y estaban destrozadas por un agujero similar al que provocaría un mortero…

Poco a poco el paisaje se vuelve montañoso. Verde de jungla.

Paramos varias veces a tomar una cerveza, pero… sólo ‘soft drinks’. Da la sensación que cuanto más rural más musulmán se vuelve el pueblo indonesio. Aunque sin radicalismos, en lo que pudimos ver.

Encontramos por fin un extraño hotel de carretera con vistas impresionantes a un inmenso volcán, donde fueron a buscarnos una cerveza (tampoco tenían). Nos la tomamos respirando el aire selvático de la montaña.

Seguimos camino de Cimaja. Ya llevábamos tres horas de carretera.

Nos cayó entonces una intensa lluvia tropical.

Si había caos en seco, éste se acentuaba con el barro, las prisas apartándose del temporal. Motos por todos lados que no se sabía para dónde iban ni de dónde venían. Daba la impresión que ni sus conductores lo tenían claro, como si hubiesen salido al decorado de esa jungla para volvernos locos.

El GPS nos llevaba por caminos de cabras. Hasta en cuatro ocasiones tuvimos que deshacer el camino andado, teniendo cuidado de no atropellar a los niños que se arremolinaban por todas partes.

A las cinco y media de la tarde, seis horas y media después, conseguimos llegar a una deliciosa playa a 130 km de Yakarta.

Una cerveza bien fría y una sonrisa indonesia nos hizo recordar que estábamos en la isla de Java, a orillas del Índico y que habíamos penetrado sus paisajes sin escrúpulos.

sábado, octubre 23, 2010

Indonesia

Gracias a que hubo estación intermedia en China, el impacto al llegar a Indonesia no ha sido tan fuerte como si hubiésemos llegado directamente de Japón.

Es el único país donde tenemos vehículo de alquiler para desplazarnos y la salida del embarque del aeropuerto fue tumultuosa. Vi el letrero de Avis justo a veinte metros del desembarque y lo único que faltó fue que me vitoreasen. Todas las diminutas oficinillas de madera me gritaban ofreciendo sus servicios. Diez segundos gloriosos hasta que vieron que me dirigí sin contemplaciones al de Avis.

Los dos oficinistas del rent a car parecían sacados de una parodia de Miami Vice. Con camisas tropicales -el bofetón de calor y humedad al descender del avión fue impactante-, compartiendo un cubículo de 1 metro cuadrado. Sin ordenador, con un catálogo roído y grandes insectos circulando por el mostrador.

Cuando pedimos una copia del contrato nos miraron como si estuviéramos riéndonos de ellos. Tras insistir, uno salió con el papel en busca de una fotocopiadora. Llegó diez minutos después. Al otro le pedimos un mapa y empezó a revolver entre los tres cajones que tenía llenos de papeles. ¿A quién se le ocurre venir a un alquiler de coches a pedir un mapa de carreteras?, se preguntarían.

Finalmente venía la explicación del GPS. Ninguno se ponía de acuerdo en cómo utilizarlo, así que prefirieron hacerlo sobre el diminuto mapa que al final encontraron, al que llenaron de puentes, cruces y letreros a boli casi contradictorios con el plano oficial.

Lo que se les olvidó fue activar la señal del GPS y, ya bien entrada la noche, Pablo y yo nos dirigimos a Yakarta pensando que lo que nos indicaba el GPS era real, y no una simulación.

Así que, visto que no entrábamos nunca en Yakarta, nos salimos de la autopista, sin saber que entrábamos en el submundo de los arrabales paupérrimos de la metrópolis. Estar tan cansados y haber leído que el país es seguro nos hizo no sentir pánico, sino observar desde nuestro coche las diminutas callejuelas con casas de cartón y montañas de basura del Tercer Mundo, como ejemplo claro de lo que nunca debemos olvidar, que somos unos privilegiados.

Mientras Pablo preguntaba yo conseguí entrar en los parámetros del GPS de la señorita Pepis para colocar la señal en 'ON'.

Conseguimos, entonces, entrar en la ciudad más militarizada que yo haya conocido nunca.

viernes, octubre 22, 2010

Desajustes

En las páginas que habíamos impreso sacadas de internet para conocer un poco la historia, recomendaciones e informaciones básicas de Guangzhou (Cantón) se nos explicaba que había dos líneas de metro y la tercera en construcción.

Cuando solicitamos ayer, al llegar al hotel tras el trabajo, un plano de la ciudad, aparecía una red de metro con cinco líneas.

Tras explicarnos el conserje del metro cómo llegar a la estación más cercana, comprobamos que había al menos dos líneas más de las que estaban reflejadas en el folleto del hotel, que no tenía pinta de haber sido editado mucho tiempo atrás.

Tomamos el metro para ir a Beijing lu (la calle Pekín), arteria comercial de la ciudad. Impecable, inmenso, casi oliendo a recién hecho, todas las pantallas táctiles, informatizado al máximo, tomamos un par de líneas para llegar allí.

Pablo se dejó secuestrar para comprar ropa en el 'fake market', el mercado de lo falso. Yo tenía ganas de un paseo y una cerveza a solas.

Se me acercaban mujeres, me hablaban en chino, me abrían el bolso y me sacaban folletos de relojes: 'guáshe, guáshe', o de pantalones, o de joyas... Un chavalito se acercó con una navaja y unos zapatos. Antes de que me diera cuenta le rajó por la mitad la suela, sacó un pegamento mágico y volvió a pegarla. Con cara de estreñimiento apretó y apretó, luego me pasó el zapato. Yo pasé del tema, porque, en caso contrario, tenía a este chino para rato; pero el pegamento debía ser impresionante. Artilugios que se lanzaban al aire, aparatos para masajearte, cacerolas para hervir no sé qué masa de no se qué comida. Pero de bar, nada. Un simple bar con una simple cerveza.

Recorrí las calles adyacentes en busca de algún sitio relajado, de algún templo budista, de edificios que visitar... No los encontré. Tras esperar hora y media a Pablo, decidí cenar en el hotel.

A esta generación china le faltan, a mi entender, al menos dos generaciones para pasar a disfrutar la ciudad nueva, infraestructuras y riquezas que les están plantando como setas a su alrededor.

Vengo de un Japón donde la gente se ha hecho a sí misma y la sofisticación y el buen hacer han venido naciendo con el pueblo.

Aquí, en China, tienes la sensación de viajar en metro con personas iletradas que están desbordadas por tanto desarrollo. Seguramente me equivoque.

Pregunté en la fábrica cuánto ganaba un operario de la línea. Me dijeron 3000 yuanes (400 euros). Pensé que ganarían menos. Aún así, todo este mundo de consumismo acelerado que le están edificando por todos lados puede acabar desajustándoles.

Desajustando a una sociedad entera, currante y despistada.

jueves, octubre 21, 2010

China

Tomé ventana en el avión de Tokio a Cantón, pero las nubes ocupaban todo el espacio en las cuatro horas y media de vuelo.

Mis primeras impresiones en el gigantesco aeropuerto cantonés fueron negativas. Un adolescente limpiando el baño del aeropuerto, empujones inimaginables en Japón para recoger las maletas, una desagradable banquera para cambiarme euros en yuanes…

Pero el mayor choque fue el taxista. Pablo ya me había advertido, pero aluciné con los gritos que nos pegaba regateando el precio del trayecto al hotel, mientras circulaba como un ciclón por la autopista. Con un inglés que recordaba a Chiquito de la Calzada, ‘hoteeeeeeeellllllllrrrrrrrr’, nos pasaba el móvil con la calculadora y la foto de su novia para ir negociando el precio. Chillando como si le fuera la vida en ello.

Cuando ya habíamos llegado al acuerdo de pagarle 180 yuanes (unos veinte euros) nos preguntó si éramos chinos (¿?). No, ‘we are from Spain’.

Entonces nos cantó un pasodoble.

Entrar en Cantón para alguien que no ha pisado China es espectacular. Los primeros bloques de edificios te los encuentras rodeados en sus filos por tubos fluorescentes que van cambiando de color, como ésos que te ofrecen los chinos cuando entran en los bares de Sevilla y tú te planteas, ¿quién puede querer comprar algo así?

El caso es que cuando te vas adentrando en la ciudad, te vas asustando.

Porque es impresionante lo que te encuentras. Rascacielos espectaculares, avenidas de cinco carriles, centros comerciales descomunales (¡en un país comunista!). Escaparates de Cartier, Dior… ¿Qué es esto?, ¿ésta es la China de salarios de 50 euros que nos han vendido?

Me bastó ese recorrido de una hora en taxi para comprender la enorme, desorbitada y espeluznante potencia de China. El gran prestamista del mundo, el que crece un 10% anual, la patria de 1300 millones de personas.

Te sientes diminuto.

Nos fuimos a cenar a la isla de Shaiman (creo que se escribe así) para calmar tanta excitación. Yo me pedí brochetas de pollo satay, Pablo medio kilo de serpiente frita. Yo decidí probar la serpiente para poder contarlo y fardar. Cuando llegó el plato parecían chocos fritos. El problema es que Pablo la probó antes que yo y, con cara de susto, gritó:

-¡Tienen hueso!

Le di un bocado con los ojos cerrados, puagggg, y me tragué un vaso entero de cerveza.

martes, octubre 19, 2010

May be

Los japoneses, cuando hablan en inglés, sólo tienen dos respuestas categóricas posibles: 'yes' o 'may be'.

No sé en qué fase de su historia anterior obviaron el 'no', pero es cierto que resulta muy difícil escuchárselo.

Tuvimos hoy un momento en el trabajo, cuando visitábamos el impresionante Centro Tecnológico de Nissan, en las afueras de Yokohama, en que solicitamos a nuestros anfitriones hacernos una foto conjunta. Serviría para dar notoriedad a este encuentro entre una fábrica de Renault y la Central de Nissan.

Había un problema, en ese recinto no se podían hacer fotos.

Yo les expliqué que era simplemente un detalle para poder comunicar a Renault España nuestra visita. No era necesario mostrar las instalaciones, ni el edificio. Simplemente en la Sala de Reuniones donde nos encontrábamos, contra una pared en blanco. Incluso la foto podían hacerla ellos y enviarnos la copia que considerasen oportuna.

-¿Es posible? -pregunté.

-May be -respondieron.

Moviéndose azorados los seis ingenieros que nos rodeaban, conocidos en Sevilla por su reputación como personas preparadísimas en su oficio, se preguntaban incómodos cómo hacer para dar satisfacción a nuestro simple requerimiento. Una foto tras horas de trabajo.

-Está prohibido en todo el recinto -insistieron.

-No hace falta que sea dentro del recinto -respondí-. En el exterior, apuntando hacia afuera, es una simple foto para recordar la jornada de trabajo. ¿Es posible?

-May be...

lunes, octubre 18, 2010

Contrastes

Tras una desaforada y divertidísima noche tokiota de sábado, en que queríamos acaparar más de lo que nos era posible, comenzamos un domingo nublado, con resaca y temperatura perfecta.

Lo que se presentía como un día de reposo se convirtió en un espectáculo perfecto para los sentidos que nos ofrecía todo un retrato del alma de Japón.

Habíamos desechado desembarcar en Kyoto por el excesivo tiempo, dinero y esfuerzo que implicaba para apenas unas horas de luz. Decidimos visitar los jardines del Palacio Imperial para ir cogiendo cuerpo. Una delicia.

Las avenidas que lo rodeaban estaban cortadas al tráfico para permitir circular con tranquilidad a ciclistas, patinadores, corredores de footing, paseantes... A pesar de todo, los ciclistas y peatones seguían rigiéndose por las luces de los semáforos en unas avenidas sin coche. La fuerza de la costumbre.

Tanto aire limpio nos invitó a una cerveza, difícil de encontrar por sí sola. Son raros los bares puros, en que sólo se toma una cerveza por el placer de tomarla y charlar.

La noche anterior, una pareja de novios pijos nos invitó a visitar el santuario sintoísta de Menji, en el parque de Shibuya, así que mientras cerveceábamos nos pusimos a investigar cómo llegar. La guía nos alertaba que por esa zona, los domingos, las chicas rebeldes de Tokio, las autoexcluidas, marginadas en clase o de familias desestructuradas, las cosplay-zuku, se reunían junto al parque vestidas de forma exagerada de muñecas de porcelana, lolitas góticas, vampiresas posmodernas, alienadas y rompedoras.

Allí nos plantamos.

El espectáculo era impactante. Calles repletas de gente en un día que se había vuelto soleado entre las que no había ningún sentido del ridículo respecto a nada. Muchas caras de loco, poses estudiadas, colgados, ausentes, divertidos, relajados, reprimidos, dislocados, desafiantes.

Pablo quería fotos con todas, pero ellas huían falsamente de las cámaras.

Con la adrenalina de las niñas de Harajuky en el cuerpo nos introdujimos en el Parque para observar el Santuario sintoísta. Impactaba de golpe un bosque tan frondoso en pleno centro de la ciudad, con grandísimas puertas de madera que marcaban el sendero hacia el recinto religioso. Muchas mujeres en kimono que hacían presagiar lo más inesperado, asistir como espectadores de excepción a una boda por el rito sintoísta de una pareja de la alta burguesía de Tokio. Él parecía un samurái, ella una princesa blanca del siglo XXII. Les precedían varios monjes con varas de madera, les seguía otro con una gran sombrilla naranja y detrás, en filas de a dos, muy apretadas, las parejas invitadas a la ceremonia, cerrándola los militares. Todo en un profundo silencio, con más aires de luto que de boda.

Tras volver a Ginza y tropezarnos con mujeres maquilladísimas cargadas de bolsas de tiendas de lujo, fuimos a cenar a un restaurante junto al templo budista de Asakusa. Sushi distribuido en platos que caminaban por una cinta, con el precio dependiendo del color del plato y gritos de los camareros cada vez que... no me enteré cuál era el motivo de los gritos.

Terminamos en el gran templo. De Confucio a Buda. La noche era cerrada, caía una cierta niebla y una pareja, aparentemente de pueblo, se me acercó con la cámara de fotos. La fui a coger para retratarles frente al gran templo rojo, pero él no soltaba la cámara. Yo no entendía. Ella gritaba en japonés haciendo gorgoritos. Él seguía ofreciéndome la cámara.

No me querían como fotógrafo, sino hacerse una foto conmigo.

Japón

Íbamos por una gran avenida en obras de Tokio el sábado por la noche, pocas horas después de aterrizar. Veníamos de tomar una cerveza y buscábamos un local para cenar algo occidental tras una semana de exquisita comida oriental.

El tráfico era intenso, la avenida estaba poco iluminada y un robot vestido de operario, de azul y con su camisetilla fluorescente, hacía movimientos mecánicos con una larga barra roja intermitente para advertir de las obras en la mediana de esa avenida.

'Mira cómo son los japoneses, Salva', me decía Pablo, 'van por delante nuestra en todo. Observa los movimientos y la programación de bucles informáticos que tiene ese robot. Repite unos movimientos con los brazos, y cada ciertos ciclos cambia de realizarlos vertical a horizontalmente. Luego la cabeza, ves, la para cada tres giros y vuelve a moverla en sentido contrario'.

Estábamos extasiados mirando al robot de tráfico cuando éste gira la cabeza y nos saluda.

'Glups'.

sábado, octubre 16, 2010

Human sea

Tras una jornada calurosa de trabajo en la fábrica de Samsung, en Corea, a eso de las cinco y media de la tarde nos invitó nuestro anfitrión, Míster Kang, a cenar. ¡A las cinco y media de la tarde!

Carne de cerdo a la plancha rodeada de hojas de... ¿parra?

El señor Kang nos dejó cerca del centro de Pusán en una tarde de viernes abarrotada de tráfico y Hojin Lee nos invitó a pasearnos por Jalgachi, el mercado de pescado de su ciudad.

El escenario era impactante: tenderetes abarrotados de peces vivos en inmensas peceras, cantantes de verbena taponando las calles con micros a volumen elevadísimo, ancianos paralíticos tumbados bocabajo en planchas rodantes... ¡pufff!

Tras atravesar la marabunta y llegar al paseo marítimo, Hojin nos preguntó: ¿paseo o restaurante?

Reventados, Pablo y yo, con nuestro ordenador a cuestas tras diez horas de curro respondimos al unísono: ¡restaurante!

Hacía tiempo que no cenaba dos veces.

Pablo eligió almejas de nácar, yo un pez negro sabrosísimo (según el pescadero) y Hojin sashimi de angulas (exquisitas, recién degolladas delante nuestra).

Todo lo acompañamos de un licor de cerezas coreano. Sentados en un tatami con las piernas medio estiradas, sin saber dónde colocarlas.

Entonces le pregunté, con el licor subiendo a la cabeza, por sus vecinos de Corea del Norte.

Hojin cambió el rostro y nos explicó con dolor y objetividad acerca de la Guerra de Corea:

'Antes de las Guerras Mundiales Japón nos conquistó. Cuando terminó la 2ª Gran Guerra, Japón se retiró de nuestras tierras. Por entonces el pueblo coreano estaba unido, en grupúsculos de resistencia, contra el único enemigo, el invasor, Japón.

Cuando éste se retiró, los resistentes se dividieron en prorrusos y proamericanos. Los comunistas, alentados por China, invadieron la península de Corea (salvo la ciudad de Pusán, como un Cádiz del siglo XX). América reaccionó y recuperó el territorio a base de poderío militar. Entró por Seúl y avanzó hasta la frontera de Corea con China.

Por entonces, China no tenía otra fuerza que su población, así que dió fusiles a la primera línea de fuego y contraatacó contra el poderío americano. La Corea occidental ametrallaba a esa Corea comunista que avanzaba a base de disparos de una sola línea de fuego, mientras el resto de la población hacía batir sus tambores para amedrentar.

La marea humana. La primera fila caía y la segunda cogía los fusiles, en una ola de muerte imparable alimentada por la creencia en la potencia del comunismo.

Fue entonces -nos contó Hojin- cuando Estados Unidos estuvo a punto de lanzar la tercera bomba atómica.

Los chinos llegaron a la actual frontera entre las dos Coreas'.

A mí me da hoy por pensar en las posibles dos Españas, viendo el dolor salpicado de licor de cerezas de Hojin hablando de su país.

Me levanté tras la cena, para ir al baño, con una pierna dormida, cojeando, pensando en la dulzura y maestría de Hojin contándonos los dolores de su propio pueblo.

jueves, octubre 14, 2010

Corea

Amanece en Pusán.

Cuando aterrizamos ayer y para evitar caer en la tentación de mantener el ciclo del sueño, tomamos un plano de la ciudad y nos lanzamos a la calle a preguntar ‘¿qué visitamos?’

Los coreanos son solícitos, se paran, te escuchan, pero no te entienden. Dedujimos rápidamente que ésta es una ciudad enorme pero no turística y que, si algo merecía la pena visitar era el templo de Beomeosa. Medieval y budista.

Las informaciones para llegar eran contradictorias. Al menos la estación de metro se llamaba así, Beomeosa, y estaba subtitulada en caracteres occidentales.

Una vez allí, preguntábamos cómo llegar al templo. A falta de inglés, todas las explicaciones eran onomatopéyicas. Muy gestuales, movían todo el cuerpo, incluso las caderas y con el brazo nos señalaban dónde creían que se encontraba el templo acompañándolo de sonidos tipo ‘yyyyyyyysáká’, ‘rrrrrooooopushú’, ‘tooooliiiiidá’. Afortunadamente dimos con alguien que nos explicó que si hubiésemos ido andando como nos dijo el primer informante, habríamos necesitado dos horas para llegar a lo alto de la montaña donde estaba el templo. Tomamos el autobús 90.

Impresionante y descuidado, nos introdujimos por sus callejuelas, que seguramente indicaban prohibiciones en coreano que no entendíamos, y es que de pronto nos vimos en un templete de madera reconvertido en gimnasio lleno de monjes budistas. Al menos, todos nos sonreían.

Anoche, Hojin Lee nos paseó por la bahía de Pusán, en barco, tras invitarnos a cenar en una barbacoa coreana. Una vez embarcados y contemplando la inmensidad de la ciudad iluminadísima, me contó que al día siguiente nos llevarían a comer sushi. Cuando le pregunté si era sushi japonés se le cambió el rostro. ‘¡¡¡No!!!’. El sushi coreano se toma con el pescado recién muerto. Lo degüellan, y te hace el gesto correspondiente, y lo cortan en trozos directamente al plato. Buena oportunidad de callarme.

Y es que la suerte o desgracia de Corea es estar tan cerca de Japón. Tienen empresas reconocidas a nivel mundial como para sentirse plenamente orgullosos: Samsung, LG, Hyunday, Daewoo, Kia… Tienen una cultura milenaria, pero demasiado similar a la japonesa a ojos vista de un occidental. Su gastronomía, templos, avenidas de neones, mercados de pescado, vestimentas, rasgos físicos, idioma, escritura o gesticulaciones son demasiado similares a las del gran hermano japonés.

Daría la sensación, tras venticuatro horas deambulándola, que Corea no está acostumbrada a que la miren. Fuera del círculo del hotel, no te cruzas con nadie que no tenga rasgos asiáticos.

Cuando preguntas por un templo, te observan, preguntándose ‘¿qué hace este guiri aquí?

lunes, octubre 11, 2010

Asia

A unas horas de salir en una misión empresarial hacia el continente asiático, me siento como un Marco Polo del siglo XXI, lleno de emociones y con los ojos abiertos como platos con un día de adelanto.

Mi fábrica me envía en una visita más política que técnica para establecer relaciones con nuestros clientes de Nissan y Samsung, cada vez más inundados de nuestras cajas de cambio sevillanas, que tanto dinero y empleo aportan a nuestra ciudad.

Siempre que hagamos las cosas bien, con precios reducidos y niveles altos de calidad, Nissan no dedicará dinero a invertir en plantas de fabricación de cajas de cambio manuales cuando sus principales clientes las quieren automáticas. Ahí estamos nosotros a veinte mil kilómetros de distancia, luchando para venderles miles de órganos mecánicos cada semana, casi cada día, para que ellos ni se planteen otra cosa que comprar nuestros productos, garantizando el empleo de aquí.

Junto con mi amigo Pablo aterrizaremos en la tradicional Corea, en su puerto de Busán, la Barcelona coreana. Allí nos espera Hojin Lee, ya conocido de visitas anteriores a Sevilla, quien nos invitará a una barbacoa típica de su país. El sábado volaremos al imperial Japón, donde tendremos oportunidad de visitar la antigua capital de Nara y visitar la noche tokiota, en tanto esperamos para visitar la Central de la Ingeniería Mecánica de Nissan, algo que debe ser espectacular.

De Tokio volaremos a Cantón, la tercera ciudad de China, al sur. Otra megalópolis adonde llegamos con el nombre del hotel y la fábrica escrito en caracteres chinos para hacernos entender. Será impactante entrar en el país más poblado de la tierra y observar, como una hormiga más, la grandeza del ser humano, en un país donde aún queda mucho para poder sentirse cómodo, con un premio Nobel encerrado por criticar al régimen. Dos días duros de trabajo intentando entendernos con nuestros colegas chinos.

Será entonces el momento de acudir a la tropical Indonesia, en la poco agraciada Yakarta. A pesar de vacunas y prevenciones, un spray antimosquitos nos acompañará ya que tenemos un fin de semana para explorar las playas del Índico. Será una mezcla explosiva estar al mismo tiempo en un país asiático y musulmán. Inolvidable, con seguridad.

De Indonesia volaremos a Tailandia, a su capital Bangkok, la ciudad de los mil templos y las casas sobre el agua. Me dice Pablo que allí el calor es bochornoso y las calles están abarrotadas, pero no creo que mucho más que en Madrás, en la India, último trayecto de esta visita de trabajo al gran continente asiático.

Viajar allí donde existen civilizaciones milenarias, donde pensamos que todos son iguales porque nuestra cortedad nos hace ver sólo ojos rasgados, ridiculizando y metiendo todo en el mismo saco de 'los chinos'.

Llevamos miles de años girando en la misma pelota, compartiendo espacio con la diferencia de un giro de ocho, diez, doce horas... Tan lejanos estando en el mismo sitio, teniendo las mismas preocupaciones de seres mortales y pasajeros.

Voy por cuestiones de trabajo, lo que se convierte en contratiempo y ventaja. Porque no tendré libertad para organizar todo mi tiempo, pero podré convivir con habitantes reales de esos países; porque aún pasando momentos de tensión, mi misión tiene sentido para favorecer a mi empresa y la economía de mi ciudad. Porque no me sentiré una persona transparente sino integrada, aunque sea por unas semanas.

Quiero visitar templos budistas, tomar sake, comidas con curry, aprender de los símbolos de la gramática china, ir a karaokes japoneses, ver vacas sagradas en la India, oír a los almuhecines en la isla de Java, entrar en mercados de especias chinos, adentrarme en las calles de burdeles tailandeses, oler diferente, sentir la humedad, pisar calles de barro y subir a rascacielos de cristal.

Estoy a 24 horas de pisar suelo asiático y sólo pienso en lo afortunado que soy.

sábado, octubre 09, 2010

Saber

Oyendo la radio en el coche un sábado por la mañana, en esos momentos de éxtasis que suponen el preludio de un café con croissant y la lectura de El País, apareció un entrevistado desconocido para mí. Carlos Barrabés.

Aún a día de hoy no sé a ciencia cierta a qué se dedica, o digamos que se dedica a tantas cosas, empresario, consultor, ponente, investigador o asesor de grandes multinacionales, que se difumina su carrera profesional en un totum inabarcable.

Sin embargo, cuando llegué a la cafetería, quedé un rato sentado en el coche a que terminase la entrevista.

Independientemente de su cercanía para hablar de temas complejos (cambiar el rumbo de la sociedad actual ya no puede ser cosa de un gran gobernante, ningún Obama, sino que es un algoritmo más enrevesado, con 40 o 50 grandes variables controladas desde distintos estratos, localizaciones, organismos y aleas en todo nuestro planeta), de él y de otros tantos intelectuales de nuestro mundo admiro, comulgue o no con su visión del hombre, su capacidad para transmitir saber y hacerlo con frases sencillas.

Cuando la entrevistadora le interrogó acerca de sus miedos para con esta generación súper preparada que se asoma al abismo del mercado de trabajo, él respondió que no es ése el grupo de personas que le preocupa, sino aquéllos que no quisieron, o no pudieron, tener estudios, porque en este mundo que lo absorbe todo, ellos serán los parias.

Duro.

viernes, octubre 08, 2010

Privilegios

Tras unos meses sin acudir por lo bien que se está portando mi espalda, ayer volví a una nueva sesión de mis encuentros con mi masajista.

La encontré más joven y delgada, sonriente como siempre y dispuesta a atacar cualquier resurgimiento de molestias en ese mi hombro, rebelde desde hace años.

Me tocó, en cambio, el centro del pecho y me dijo que veía un bloqueo en mí.

Tumbado boca arriba, casi desnudo, mirando el techo y escéptico, algo menos con ella, respecto a este tipo de diagnósticos que se hacen a partir de unos manipulaciones rápidas con mis brazos, le comenté que no había nada que me atormentase ni me frenase ni me hiciese sentir coartado.

¿Tus ansiedades? Las voy superando.

Me hizo oler unas gotas de pachuli antes de colocarme boca abajo y hacerme un largo masaje con una piedra de obsidiana y una crema caliente, que preparaba como una pócima mágica, batiendo algo con una cuchara de vez en cuando.

¿Qué sientes? Que el cuerpo me pesa más, que me voy hundiendo placenteramente.

Luego vinieron las piernas, con el gustazo que da saber que tengo dos, y que todo lo que voy sintiendo se va a multiplicar por dos.

Tras el acostumbrado desbloqueo del coxis volví a girar, volvió a tocar el centro de mi pecho. Seguía el bloqueo.

Tocando mi pecho y mi vientre me dijo que hablara desde lo más profundo de mí. Que allí no había escrúpulos ni censuras ni miedos.

¿Qué te preguntarías, Salva?, sin pensarlo, ¿qué pregunta tu interior?

Como si fuese un allien que habitara en mí, Salva preguntó entre músicas extrañas de cacerolas ¿quién soy yo?

Ella respiraba hondo y yo respiraba lento.

¿Quién eres tú? me repetía ella. A mí se me venían imágenes de mi amigo Kristian por las calles de Nueva York gritándome '¡grita, Salva!', '¡grita con todas tus fuerzas!'...

Yo no respondía y era ella entonces quien ponía mi respuesta en su boca... 'Yo soy...', 'yo soy...'

Yo soy uno más, respondió mi allien.

¿Qué más, Salva?

Yo soy humano.

Bien, así, suave. Las luces estaban apagadas, mi cuerpo embadurnado de alguna crema caliente de pachuli, y ella insistía. 'Llega hasta el final, yo soy...'

Yo soy un privilegiado.

lunes, octubre 04, 2010

El premio

Puede ocurrir en cualquier lugar de Sevilla, hoy ha tocado en el Bar El Pimiento, un rincón agradable en la trasera de la Alameda, donde sirven buenos vinos por copa y una carta reducida de tapas escritas en una amplia pared de pizarra.

Me tomaba unos vinos con mi pareja, encantados con la tapa de carne mechada, la conversación y nuestro rincón al fondo del local.

Yo trataba de bajar mi estrés de jornada de auditoría en la fábrica en una charla relajada de las que te hacen sanar el alma tras un día de trabajo intenso. ¡Qué placer!

Pero nos tocó El Premio.

Y en una ciudad como Sevilla tampoco hay que jugar mucho para que te toque.

Entra dando besos desde la puerta, a unos diez metros de nuestro rincón, en un bar prácticamente vacío un lunes noche. Los achuchones y los '¡cuánto te quiero!' se oyen diáfanos involuntariamente.

Rápidamente comprendes que viene de un viaje de fin de semana por Cazorla, que su novio acaba de pintar la cocina y que ella, pobre, tiene que hacerse la cera esa misma semana porque van a un spa el sábado. Un regalo de la suegra.

Tú intentas concentrarte en tu vino, en tu charla y en respirar tranquilo tratando de que tus pulmones tomen un ritmo pausado y cadencioso.

Pero El Premio te recuerda que su vida es mucho más intensa que la tuya, que las cremas que venden en Mercadona son espectaculares para las ojeras y beber dos vasos de agua antes de comer... adelgaza.

Miras de nuevo la pizarra y ves el queso payoyo proponiéndote un romance, o la ensaladilla de gambas. Te apetece lanzarte al mundo de los vinos de Alicante o a los del Bierzo, pero los chistes y las risas del Premio, tan simpática, te hacen calcular cuáles son los vinos que te quedan en casa y si tienes para un plato de caballa en aceite en la nevera.

Teníamos vino y calamares en su tinta.

Y buena música.

domingo, octubre 03, 2010

Oscuridades

Leyendo Brasil, de John Updike, llegué a una frase que me hizo reflexionar:

Avanzamos hacia la oscuridad y la oscuridad se cierra a nuestra espalda.

A quienes tenemos memoria frágil para los detalles, la oscuridad que sentimos cuando miramos por el retrovisor es aún mayor. Escribir este blog es un método más para hacer más claro mi pasado, retener sensaciones que obligatoriamente pasarán, esforzarme en dejar por escrito mis reflexiones más íntimas. También tener grandes amigos ayuda, como Mariángeles por ejemplo, que con sus narraciones fotográficas de nuestro pasado en común me hace luminosos días anteriores, poniendo caras, olores y risas.

¿Qué más fuerte que el olor para recuperar imágenes, para estremecer por momentos pasados?

La familia también ayuda a aclarar ese camino que vamos dejando atrás. Gentes con las que convivimos desde que vemos la luz y con las que estaremos cuando dejemos de existir, son un hilo del que siempre podemos tirar, al que agarrarnos, para entender qué somos y de dónde venimos.

La oscuridad hacia la que avanzamos es más complicada, porque no hay certezas. Ahí juegan los miedos tirando de un extremo frente a la ilusión que empuja hacia el otro.

Tener proyectos es la mejor manera de despejar el horizonte. Creer en uno mismo, en la capacidad de cambiar pequeñas cosas y en la virtud de integrar como propias las ilusiones de los otros.

Mis ilusiones son las de Fran, las de Mónica y Raquel, las de Mariángeles, las de Isaac, las de Iván...

La oscuridad se desvanece cuando juntas muchos ojos para mirar hacia el frente.