Había antojo de helado, así que entramos en un local clásico, donde quedaban tapados los colores y texturas tras tapas metálicas a modo de farmacia antigua.
Me decidí por el pistacho y continuamos el paseo.
No había caminado más de dos manzanas cuando me deshice de la tarrina en una papelera, tras apenas dos cucharadas. Ya había saciado mi capricho.
Hago igual, en lo posible, con todos los pecados que me tientan. Una Coca-cola, un croissant de chocolate, unas patatas fritas, unos churros. Me los pido muy de vez en cuando, los disfruto, en la dosis necesaria para satisfacer mi deseo, y me deshago de ellos sin necesidad de rematar.
Quiero cuidarme sin renuncias talibanes.
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