Hace unos años capturaron a un joven treintañero, parisino, de aspecto impecable, que trabajaba en la Défense, el barrio financiero de la capital francesa, lleno de rascacielos acristalados, desde el que se ve el mundo con otros ojos, vestido con traje de chaqueta de marca y con la cartera llena de tarjetas profesionales en las que tan importante como el cargo que se ocupa es el tono del color o la exclusividad de las fuentes de las letras.
Este chaval, avejentado por corbatas y una vida social que sólo se puede ganar con verdaderos años de esfuerzo, había estafado a su empresa, la enorme entidad bancaria Société Générale, más de 5.000 millones de euros.
El caso es que no lo había hecho para beneficio propio, sino que había conseguido burlar todas las seguridades informáticas, si es que éstas existían, para invertir y desinvertir a un ritmo febril en busca de ganancias rápidas, impactantes, que le hicieran subir como la espuma en su meteórica carrera hacia algún puesto en el consejo de dirección de su empresa.
A este chaval lo denunciaron, pero cuántos más como éste no habrá en la Défense, la City londinense, Wall Street, Shangai o en cualquier despacho de fondos de inversión de nuestro propio país.
Gente que juega a hacer dinero a base de toquetear un teclado de ordenador, para que clientes que están tomando el sol en las Bahamas se encuentren con la alegría de tener varios millones de dólares más en su cuenta a final de cada semana.
Paranoia financiera que nos está hundiendo.
Hemos asumido con naturalidad sueldos imponentes de presidentes de cajas de ahorro o entidades bancarias que nos cobran el céntimo por cada transferencia o movimiento en nuestras cuentas. Y a esas personas sin escrúpulos, y aquí soy intransigente, les están salvando el pellejo un día sí y otro no nuestros gobiernos.
¿Gobiernos de quién?
Gobiernos amedrentados porque la política parece haber dejado paso a la finanza. A la más maquiavélica de las actividades humanas.
Somos muchos los que nos levantamos antes de que amanezca para ir a trabajar. Y son muchos otros, gente cercana, a la que queremos, con nombres y apellidos, los que querrían hacerlo. A ellos y a nosotros nos toman por el pito de un sereno ésos que se dedican a jugar con nuestro dinero, sinónimo de esfuerzo, sin importarles las empresas que se destruyen o las miserias humanas que hay detrás de cada embargo.
Estoy convencido que a esos miserables se les puede regular por ley. Hay que querer.