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salvador-navarro.com

jueves, junio 29, 2017

Tablet

He sucumbido en mi lucha por que en determinadas reuniones de trabajo mis compañeros tengan apagado el ordenador. Tras tener convencido al personal de la importancia de proyectar toda la atención sobre aquél que tiene la palabra, comenzaron los primeros elementos subversivos a utilizar argumentos potentes.

-Salva, estoy anotando lo que se dice para archivarlo.

Poco importaba que yo supiera que, mientras alguien exponía un tema, el elemento subversivo usara su ordenador para chatear con otros colegas o responder emails que nada tenían que ver con nuestros encuentros de trabajo.

La subversión fue tomando forma.

-Desde mi tablet voy enviando consignas en directo a mis equipos, Salva.

Yo transigía sin convencimiento. Cada vez eran más los que se sentaban alrededor de la gran mesa con la mirada perdida en sus pantallas luminosas. Cada vez más solitario el ponente delante de grupos ajenos a sus explicaciones.

La subversión llegaba a lo bilateral. Ya mi jefe tomaba su tablet para anotar mis preocupaciones. Al principio me quejaba, pero luego asumí que las conversaciones se iban haciendo a distancia a pesar de estar a un metro.

Todo el mundo almacenaba peticiones y quejas en dinámico, tanto que llegabas a tu sitio y ya tenías el resumen de lo hablado al otro lado de la puerta.

Ahora soy yo quien recibo a los míos en mi despacho y dejo la libreta a un lado. Les miro a la cara, les sonrío y me disculpo:

-Aunque me veas tecleando en el ordenador, no hago sino resumir aquello que me estás diciendo.

Ellos me creen, pero las lucecillas del otro lado de la pantalla me dicen que les traiciono.

martes, junio 27, 2017

Estadio

Tomábamos una cerveza una tarde cercana de primavera, casi al anochecer, en las mesas altas de la acera del Eslava. Nos encanta el salmorejo de ese bar y el ambiente habitualmente optimista de su clientela. Lo da la simpatía del personal, la vista de la hermosa plaza de San Lorenzo, el disfrute de un local concebido para mucho más que alimentarse y beber.

Entonces apareció un conocido, de ésos con los que lo único que comparto es el interés mutuo en no vernos por la calle; nos saludamos todo lo hipócritamente que la educación impone y escuchamos su aseveración paleolítica:

-Otra vez colapsado por los turistas -se refería al Eslava-. Yo los metía a todos en un autobús y los encerraba en el estadio olímpico.

Yo lo encerraba a él. Primero, para evitar cruzármelo en el futuro; segundo, por mentecato.

Una ciudad como Sevilla, en la que un porcentaje enorme de la población vive de los servicios, especialmente bien tratados por unos turistas que llegan con ansias de disfrutar de la belleza y el saber vivir de esta urbe necesitada de riqueza para mantener el limitado bienestar económico del que disfrutamos, una ciudad como la nuestra debe batirse el cobre por mimar a aquéllos que tienen la gentileza de venir a vernos.

Al del estadio, que trabaja como funcionario nombrado a dedo, le regalaría una aplicación de móvil pensada especialmente para él, con botones que habiliten envíos rápidos de comida del Eslava a casa. No se le ocurra salir.

sábado, junio 24, 2017

Presente

Hay quien dice que no se puede vivir de los recuerdos, son muchos los que opinan que no hay vida estimulante sin proyectos. Pasado y futuro como condicionantes de nuestro presente. Los errores que cometimos para evitar aquéllos por cometer, las carcajadas de entonces para saber elegir con qué personas desearemos encontrar la risa.

Pero ocurre que todo es ficción, salvo el presente. Que nada de lo que existió o lo que existirá es real, salvo como puro artificio que nos libera pretendidamente de lo único cierto, el ahora de mí escribiendo en una mañana luminosa de sábado frente al Mediterráneo; el ahora tuyo leyendo estas ingenuas reflexiones acerca de lo que somos.

Las certidumbres del pasado frente a los dilemas del futuro se cruzan en un instante preciso en el que evaluamos nuestro presente, como elixires preciosos que nos permiten soñar con aquél que fuimos y sonreír con la persona que querremos ser.

La grandeza del ser humano es ésa, ser capaces de meterle a nuestra realidad unívoca, tan previsible a veces, la magia de la ficción de lo que no existe: aquello que fuimos y seremos.


Nadie nos puede quitar el disfrute de rebobinar los mejores recuerdos las veces que queramos, con los aderezos que los años o nuestros deseos vayan superponiendo, ni de construir, con la libertad que da el deseo, vidas futuras imposibles de edificar con los ladrillos del presente.

domingo, junio 18, 2017

Abadía

Volando de vuelta a casa tras unos maravillosos días en Londres, traigo un regalo especialmente valioso en la maleta, intangible como todo buen tesoro, y no es otro que las horas pasadas en la Abadía de Westminster.
Soy de los de regurgitar recuerdos en mis sueños para aderezarlos con especias de irrealidad que los aderecen hasta llevarlos a la combinación perfecta con la que disfrutar de ellos en el futuro.
Aún frescas, y vírgenes, mis imágenes de ese templo habitado por reyes muertos, inquilinos de tumbas de madera reblandecida, no son sino un fogonazo de la grandeza del pueblo británico por retener a sus héroes adormecidos en el susurro de la eternidad, con piedras que se acumulan con formas humanas retando a la certidumbre de la muerte.
Dickens, Haendel, Newton, Lord Byron... dormidos para la posteridad entre escudos de armas, codeándose con los que no tuvieron más mérito que nacer reyes, humanos con el poder de crear un recinto mágico de piedra y cristal en la que derretir su carne como la madera para que ciudadanos de un tiempo futuro pudiéramos incluir en nuestros sueños las batallas cruentas entre la fama del hombre audaz y el designio feroz de un porvenir maldito.

miércoles, junio 14, 2017

Riñones

Francófilo como soy, llegué muy tarde por vez primera a Londres. Tenía 30 años, vivía una relación sentimental desastrosa y acepté una invitación de mi prima Bele para pasar unos largos días allí. Todo Londres me gustó, lo viví con la ilusión de un adolescente y me integré sin las angustias del turista que quiere visitar cada rincón. Hay una escena recurrente en mi cabeza de esos días, subido al tejado de la casa de mi prima, al anochecer, con mucho alcohol, en el clásico suburbio británico donde vivían, observando a la gente pasar. Chispazos de felicidad.

He vuelto varias veces, siempre entregado. Tengo con la ciudad el romance propio de quien la ha conocido sin las tonterías propias de la seducción forzada por la ingenuidad. La paseo siempre sin rumbo, como se hace con las ciudades que sientes propias.

Ahora aterrizo aquí, en una ciudad convulsionada por el terror y expulsada a su pesar de Europa, con ganas de integrar de una vez el mapa visual de su estructura en mi cabeza. Hacerme con las distancias y los barrios como en mi amado París. Tengo tiempo y ninguna prisa.

En una de mis últimas visitas, deliciosa, con Mariángeles y mis hermanas, de pintas de cerveza y museos a toda prisa, hubo una noche en que, de vuelta al hotel, mi amiga se asustó al ver que nuestro taxi, de conductor paquistaní, cruzaba el Támesis. '¡Pero si Gloucester Road está al otro lado del río!'. Mis hermanas se morían de risa con sus gritos de mujer 'sabelotodo' y yo me planteaba que no conocía los parámetros de la ciudad. '¡Reíd, reíd!', nos decía, incluso al taxista del turbante, que también reía sin saber de qué, 'que este hombre nos está llevando a cualquier sitio para sacarnos los riñones'.

Ése podría ser mi máximo objetivo de estos días, un viaje romántico al Londres más cosmopolita para aprender a cuidar de mis riñones.

lunes, junio 12, 2017

Sol

En los duros días de invierno uno relaciona la felicidad con una jornada al sol, pero esas mañanas llegan y me percato de lo incómodo que me resulta tirarme sobre una toalla a dejar pasar las horas como una sardina.

Así estaba el sábado cuando decidí que, para no aguarle la fiesta a Fran, aprovecharía ese rato de exposición solar para hacer algo de deporte. No hay nada como la gimnasia pasiva. Así que me concentré en hacer estiramientos de lumbares de 30 segundos. Levantar lentamente la columna, desde el coxis hasta el cuello y permanecer con todo el cuerpo levantado, en forma de pirámide, para reforzar los lumbares. El silencio de esa zona de la playa acompañaba. Cada vez complicaba más el ejercicio, levantando una pierna, cruzándola, luego la otra...

Me giré boca abajo para continuar con los ejercicios. Decidí hacer una plancha. Colocar los codos sobre la toalla y subir todo el cuerpo manteniendo bien firme los abdominales. El sol pegaba de plano.

Entonces me acordé de que estaba a punto de terminar la deliciosa novela 'Un cuento dulce', premio Goncourt del 2016. La abrí por la hoja pellizcada por la que la dejé la noche anterior. Decidí que aguantaría en la posición de plancha el tiempo de leer las páginas pares. Las impares para descansar.

De pronto vi a Fran mirarme tomando el sol, haciendo abdominales, sumergido en una novela francesa.