Me miró fijo a los ojos, sentado en el borde de la cama y sin fuerzas para levantarse, el penúltimo de sus días. La cabeza había desconectado de un cuerpo en ruina y entre Iván y yo conseguimos acompañarlo, pasito a pasito, en su último paseo entre el dormitorio y el salón. Me miró fijo a los ojos en un efímero instante de lucidez y su mirada comprendía toda una vida, sus ojos pequeños casi infantiles de quien no quiere ver que todo se acaba; una mirada de derrota, de alerta, de amor y miedo.
Se me heló la espalda.
Los meses han pasado, las rutinas han hecho su trabajo y el sol de verano ha quemado las imágenes más terribles; pero esa mirada no desaparece, como un testigo ancestral de padre a hijo.
Las risas se han vuelto transparentes, tengo mil proyectos y sigo levantándome tempranísimo cada día para desayunar con tiempo pensando en el día por venir.
No vienen las lágrimas, que algún día aparecerán en catarata; él se me aparece en sueños, afortunadamente, para recordarme que está vivo en mí. Llegan los abrazos de entonces, cuando yo me acercaba a él para decirle que mi vida era de esta y aquella otra manera, que las cosas iban bien, que cuidaría de todos.
¡Cómo lo echo de menos!
Se me heló la espalda.
Los meses han pasado, las rutinas han hecho su trabajo y el sol de verano ha quemado las imágenes más terribles; pero esa mirada no desaparece, como un testigo ancestral de padre a hijo.
Las risas se han vuelto transparentes, tengo mil proyectos y sigo levantándome tempranísimo cada día para desayunar con tiempo pensando en el día por venir.
No vienen las lágrimas, que algún día aparecerán en catarata; él se me aparece en sueños, afortunadamente, para recordarme que está vivo en mí. Llegan los abrazos de entonces, cuando yo me acercaba a él para decirle que mi vida era de esta y aquella otra manera, que las cosas iban bien, que cuidaría de todos.
¡Cómo lo echo de menos!