Celebré, como el año anterior, la nochevieja en San Sebastián, en casa de mis amigos T. y P.. Como siempre, inolvidable. Por su generosidad, por la belleza de la ciudad, por la calidad de la gastronomía vasca. Un placer.
Llegamos en coche la tarde-noche del viernes y, del tirón, nos fuimos a la Parte Vieja a tomar pinchos. Paseando junto a la Plaza de la Constitución nos encontramos con cierto revuelo. Allí en la plaza estaban concentrados, como todos los viernes noche, los familiares de los presos de ETA manifestando su rabia, su descontento, sus reivindicaciones.
A pesar de la incomodidad de mis anfitriones, yo me quise acercar. Me coloqué entre ellos y observé la gran pantalla gigante donde iban pasando las fotos, una a una y en un ambiente de solemnidad, de cada uno de los familiares presos. Parecía tratarse de una liturgia, con música clásica de fondo y aplausos cerrados ante cada nueva foto, en una suerte de elevación a los altares, de beatificación múltiple, de éxtasis colectivo.
Yo le pregunté a T., indignado:
¿Y a los muertos no los sacan en imágenes?
Él me intentó explicar sus teorías, pero resulta duro para cualquier persona civilizada que haya vivido los años de hierro y plomo del grupo terrorista no sentir las entrañas doloridas con semejante acto.
Aún así, pienso que la grandeza de la democracia debe ser tratar con humanidad a quienes no la tuvieron, ser generosos con los que secuestraron, amenazaron, asesinaron y pusieron coches bomba, con aquéllos que se hicieron dueños mafiosos de las calles vascas durante las últimas décadas.
La España democrática debe dar el paso de acercar los presos a su tierra, a sus familiares. Tienen que producirse gestos de distensión para evitar el victimismo de quienes no son sino verdugos.
Yo nunca olvidaré, pero tengo capacidad para admitir que los pasos que se den en el camino de la generosidad siempre serán prueba de grandeza, jamás de humillación.
Llegamos en coche la tarde-noche del viernes y, del tirón, nos fuimos a la Parte Vieja a tomar pinchos. Paseando junto a la Plaza de la Constitución nos encontramos con cierto revuelo. Allí en la plaza estaban concentrados, como todos los viernes noche, los familiares de los presos de ETA manifestando su rabia, su descontento, sus reivindicaciones.
A pesar de la incomodidad de mis anfitriones, yo me quise acercar. Me coloqué entre ellos y observé la gran pantalla gigante donde iban pasando las fotos, una a una y en un ambiente de solemnidad, de cada uno de los familiares presos. Parecía tratarse de una liturgia, con música clásica de fondo y aplausos cerrados ante cada nueva foto, en una suerte de elevación a los altares, de beatificación múltiple, de éxtasis colectivo.
Yo le pregunté a T., indignado:
¿Y a los muertos no los sacan en imágenes?
Él me intentó explicar sus teorías, pero resulta duro para cualquier persona civilizada que haya vivido los años de hierro y plomo del grupo terrorista no sentir las entrañas doloridas con semejante acto.
Aún así, pienso que la grandeza de la democracia debe ser tratar con humanidad a quienes no la tuvieron, ser generosos con los que secuestraron, amenazaron, asesinaron y pusieron coches bomba, con aquéllos que se hicieron dueños mafiosos de las calles vascas durante las últimas décadas.
La España democrática debe dar el paso de acercar los presos a su tierra, a sus familiares. Tienen que producirse gestos de distensión para evitar el victimismo de quienes no son sino verdugos.
Yo nunca olvidaré, pero tengo capacidad para admitir que los pasos que se den en el camino de la generosidad siempre serán prueba de grandeza, jamás de humillación.