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viernes, agosto 27, 2010

Ternura

Este fin de semana he llevado a mi padre a la playa, como tantos otros.

Era media tarde de viernes, oíamos la radio y, en un momento dado, giré la mirada y le vi dando una cabezada, intentando luchar por no quedar dormido. Fue una ráfaga de menos de un segundo. ¡Lo vi tan mayor!

Esa misma noche, ya en Conil, mi amigo David nos hizo una foto a los dos mientras veíamos la pantalla grande de una retransmisión deportiva. Perfil de padre e hijo. La foto no tenía desperdicio. Era yo y mi futuro, él y su pasado. La misma nariz grande, el mismo poco pelo, idéntica postura.

Sigue siendo tan seductor como siempre, elegante y buen conversador. A pesar de las operaciones a corazón abierto continúa con su rutina de cervezas de mediodía y sus tardes rodeado de libros de historia, gran parte de ellas solo en su casa, la que fue nuestra durante tantos años de infancia, adolescencia y juventud. La que nos sirvió de nido para crecer en un ambiente espléndido, roto de cuajo por la muerte cruel y lenta de mi madre.

Siempre tendré en mi cabeza su llanto calmado, con las manos de su mujer en el lecho de muerte, mientras se apagaba en un último suspiro y cómo él le decía suave... 'mi rubia, mi rubia...'

No sé cómo podía estirar tanto su sueldo de perito agrícola para haber conseguido darnos siempre lo que necesitábamos, incluso más. Veraneos de tres meses en la playa, estudios universitarios.

Los años últimos van llegando y no sé cómo de fría se siente la llegada del final, ni qué pasa por su cabeza cuando el corazón le flaquea y le obliga a meterse bajo la lengua una pastilla contra los infartos.

A mi padre sus hijos le hemos hecho más abierto en su visión de la vida, él nos ha educado a ser personas respetuosas.

No olvido los abrazos, escasos sí, pero sentidos, que me ha dado en los momentos críticos.

Es tan reconfortante saber que tienes a alguien tan incondicional a tu lado como desasosegante admitir que sin él ya no habrá más ángeles de la guarda con nosotros.

Miré al lado, lo vi dar cabezadas y me produjo una inmensa ternura.

Materia

Entre los recuerdos de mi infancia está el armario sin fondo de la habitación de mi abuela.

Como en los cuentos de hadas, este armario poseía cualidades mágicas. Allí entraba mi abuela (sí, casi entraba de cuerpo entero) y sacaba cualquier cosa. Rebuscaba sin dejarte mirar, y aparecía con caramelos, con un regalo, un libro, fotos, galletas, periódicos, un reloj de su infancia, un juguete de antes de la guerra...

Había noches en que mis padres nos dejaban allí para dormir mientras ellos se iban de cena y, como yo era el más noctámbulo de mis hermanos, acababa durmiendo en su gran cama.

Cuando abría el ropero a mí me daba pánico y excitación. ¿Qué sacaría esta vez de ese agujero negro?

Conozco a mucha gente como mi abuela, incapaz de tirar nada a la basura, recogiendo cada pizca de materia de sus recuerdos.

Yo, en cambio, soy especialista en tirar, en no coger cariño a lo material. Hacer limpieza y retirar todo lo que significa pasado. No por temor a nada, ni como protección inconsciente, creo, a que ataquen fantasmas venidos de otros tiempos.

Un coche, una casa, un reloj, una camiseta... no son más que materia.

Mi memoria no es especialmente rica ni detallista, pero prefiero jugar con mis emociones y el pequeño almacén de mis neuronas. No quiero enfrentar las pelusas de objetos venidos de otras vidas, mías, sí, pero que ya quedaron atrás.

lunes, agosto 23, 2010

Truenos

En los años de esta década que termina en que estuve trabajando en Francia, hubo una tarde de invierno lluviosa en que mi jefe me convocó para una misión importante. Uno de los principales proveedores de Renault había cometido un serio error de calidad, provocando una crisis de grandes proporciones en el montaje de un determinado tipo de motores que ponía en peligro el montaje de nuestros vehículos. Ese fabricante estaba en México y mi empresa había decidido enviarme durante un período de tres meses allí para auditarles y construir las bases para evitar ese tipo de incidentes en el futuro.

Mi jefe, francés, me lo decía con nervios, incapaz de anticipar mi reacción. Yo puse cara de preocupación de cintura para arriba, la que yo mostraba por encima de la mesa, mientras mis piernas se movían locas por debajo no pudiendo controlar mi felicidad por la experiencia que me proponían y la confianza que depositaban en mí.

-¿En qué ciudad de México? -pregunté, serio.

-En Torreón.

Jamás lo había oído: Torreón. En pleno desierto del norte, en el estado de Coahuila colindando con el de Durango. Ciudad fundada en los albores del siglo XX.

Esa noche llamé a mi padre a Sevilla, nervioso de felicidad y responsabilidad.

-Papá, me destinan unos meses a México.

Le conté por encima en qué consistía la misión y él, henchido de orgullo, me preguntó.

-Pero, ¿a qué parte de México?

-A Truenos -contesté, traicionado por los nervios y la poca memoria.

Durante mucho tiempo he mezclado ese Truenos imaginario con el Torreón real. Allí descubrí la hospitalidad mexicana. No creo que vaya a conocer en el resto de mi vida un pueblo más cariñoso, acogedor, entregado. Hice grandes amigos, con los que aún me mensajeo por internet.

Ahora me cuentan que esa ciudad en la que yo tanto aprendí, humana y profesionalmente, tranquila para pasear en aquella época de 2003, donde tomábamos cerveza y arracheras en restaurantes de grandes patios blancos al aire libre, ese Torreón que yo tengo entre mis mejores recuerdos se ha convertido en territorio golpeado por el narcotráfico salvaje e impío.

Mi amigo Ricardo me dice, desde allá, que nada es lo que era. Que ya no podríamos ir tranquilos a pedir canciones apuntadas en servilletas al 'Señor Tequila', ni asomarnos al parque donde unos jardines producen eco, ni al mercado los domingos porque allá, en mi querido Torreón, los truenos no son imaginarios.

viernes, agosto 20, 2010

Rencor

No soy de las personas que perdonen con facilidad, y no sé hasta qué punto es un defecto o una cuestión de coherencia. Ni si querría ser de otro modo, la mayoría de las veces sí. Olvidar las actitudes degradantes hacia mí o hacia los míos, o hacia mis principios, la ética o el ser humano es una misión complicada.

Tal vez, llegados a una edad, justifiquemos nuestros errores como virtudes porque no somos capaces de deshacernos de ellos.

El verano de mis diecinueve años, mi madre recién muerta, la terrible carrera de ingenieros recién comenzada y una crisis existencial tremebunda, nos fuimos a pasar un fin de semana a Matalascañas, a casa de mi tía Elo. La única hermana de mi madre. Íbamos mi padre, mi hermano David y yo, un poco perdidos tras llevar toda la vida veraneando, la familia unida, en la playa de La Antilla.

En un momento dado, mi hermano se tiró en un sofá de esa casa de verano. El marido de mi tía, entonces, le gritó como un energúmeno que quitará 'las pezuñas' del sofá.

De un golpe, me acordé de tantos años aguantando sus ronquidos en mi habitación infantil, cuando dormía en la litera en sus frecuentes visitas a Sevilla como novio de mi tía. Me acordé de cómo mi madre se comportó con él de forma exquisita durante muchísimos años. De todos los veranos que le hacía un hueco en nuestro chalet para pasar semanas con nosotros. De lo generosa que había sido mi familia con este hombre.

Yo me enfrenté a él, le dije con todo el cuerpo temblándome de rabia, que no volviese a hablar así a mi hermano pequeño. Que pronto olvidaba todo lo que mi madre había hecho por él. Mi tía Elo me apartó y yo le dije a mi padre que quería irme de allí.

Nos quedamos.

A las dos horas mi hermano David estaba jugando al fútbol con él en la arena y yo, en cambio, sigo recordando con rencor ese episodio.

Ahora sé que la vida le trata mal en forma de enfermedad. Deseo de corazón, por él y sobre todo por mi tía y mis primos, que las cosas vayan a mejor.

Del mismo modo que sé que se debe ser más feliz jugando al fútbol dos horas después.

Tendré que ir practicando.

jueves, agosto 19, 2010

Lo que no conozco

Me gusta leer a Paul Auster en inglés. Y disfruto con un diccionario al lado anotando la traducción de una palabra por página. Tore up es romper, to sob es sollozar... Y apuntarlas en un archivo Excel para repasarlas frecuencialmente. Me gusta visitar los lugares que describe Auster, recorrer los barrios de Brooklyn y llegar con él, a través de uno de sus personajes, a un poeta de la época de Dante Aligheri, e investigar esa época, la del medievo italiano para, a partir de ahí, atravesar el Atlántico y los siglos en busca de otras mentalidades en un mundo que aún era plano, para poder entonces admirar la determinación del hombre por buscar la redondez, al ver el horizonte finito y la luna rota por una sombra de una tierra circular.

Aprender de lo desconocido es encontrar una mecha sin final para apreciar la vida. No encuentro motivos mucho más fuertes, salvando el amor y el sexo, para sentirse vivo en plenitud.

Recorrer el mundo con los ojos abiertos, la humildad por bandera y la inocencia necesaria para asombrarse ante un nuevo verbo en inglés, una explicación diferente del funcionamiento de un motor de combustión de tres cilindros o acerca de las terapias para tratar a personas bipolares.

Pensar que hay tantos paisajes por descubrir, tantas conversaciones pendientes, escritores desconocidos que nos deslumbrarán, situaciones históricas que, quizás, cambiarán el mundo.

Leyendo a Auster...

martes, agosto 17, 2010

Cutre

Muy a mi pesar, este veraneo a punto de acabar en tierras conileñas confirma algo que me duele reconocer. El turismo medio español, el veraneante que se pasea por sus playas y se tuesta al sol es fundamentalmente cutre. En su forma de hablar a gritos, en los modales, en la vestimenta, en la educación social.

Junto al bloque donde está mi apartamento hay todo tipo de contenedores: para plástico, vidrio, papel, ropa para tirar y basura genérica. Por no desplazarse unos metros, el contenedor más cercano a la vivienda, el de papeles, está rodeado de una montaña de bolsas de basura, todo por no andar unos metros más.

Las playas parecen el 'far west'. Tira la cajetilla del tabajo, las colillas y deja las botellas de plástico, que ya vendrá quien las recoja.

Tumbarse un rato tras un baño es una odisea. Los gritos a los niños como si estuvieran en el patio de su casa, sin pensar que hay gente que trata de relajarse estos días de verano y oír el rumor de las olas. '¡¡¡Vanessaaaaaaaaaaa, tráeme un botellín del chiringito!!!'. Que sus niños te echen arena encima o te den balonazos es parte de la tradición, que tú no quieras oír sus conversaciones futboleras lo deben encontrar un sinsentido.

Los veraneantes españoles, salvo excepciones, están habituados a hablar a voz en grito aunque sean las dos o las cuatro de la mañana, aunque pueda haber gente durmiendo y enfrentando el calor con las ventanas abiertas.

Entiendo que la situación económico-social del país está complicada, que el esfuerzo que hacen muchas familias por conseguir unos días de descanso es totalmente merecido. Y que deben de disfrutarlos a manos llenas.

Pero eso no quita para que yo ande todos los días varios kilómetros de playa salvaje para llegar a un lugar donde poder bañarme y olvidarme de lo cutre que es el veraneante medio de nuestro país.

domingo, agosto 15, 2010

La mezcla

Una de las cualidades más sanas que tiene todo veraneo es la mezcla.

Estas vacaciones nos están permitiendo estar con gente de media España, y Europa.

Estar en una cafetería, tumbado en la playa, tomando una copa o paseando e ir oyendo otros acentos. Con el relax propio de estos días sin estrés que justifiquen prisas, andamos predispuestos a entablar conversaciones con personas que no se cruzarían de otra forma en nuestra rutina diaria.

Poder escuchar de boca de un zaragozano cómo van las cosas por su ciudad, o que un francés de Toulouse te explique en qué consiste su trabajo, oír los cánticos de un grupo de catalanes celebrando un cumpleaños.

Es el momento también de ofrecer, a los que nos quedamos en nuestra tierra, toda nuestra disposición a compartirla, mostrar cómo somos sin maniqueísmos ni topicazos.

Veraneos como turmix en que tomas a la población y la revoleas de un lado a otro, para que se toquen, se escuchen, se rían juntos. Darnos cuenta que el mundo es grande, nuestros pueblos pequeños y no tienen sentido los pequeños localismos de creerse más o mejor que otros.

A mí me gusta la mezcla. Cuanta más, mejor. Más sanos seremos.

jueves, agosto 12, 2010

Coacciones

Pocas cosas me revientan más que la falta de libertad, pero no hablando de ello como concepto abstracto y alejado de nosotros, sino cuando se traduce en una realidad física y, sobre todo, cuando se excusa basándose en otras 'verdades' que suelen tener mucho que ver con religiones, dictaduras o nacionalismos de mira estrecha.

Es una coacción enorme la que provoca el mundo extremo islámico sobre el libre pensamiento. A mí mismo, aún siendo leído por pocas personas, me da pánico pensar en las consecuencias de una crítica a esas yihads o fatuas que condenan al que piensa distinto. Juegan con el miedo para imponer un pensamiento único. Ahora nos llegan ecos de lapidaciones a mujeres por el hecho de llevar una vida sexual independiente, antes nos llegaron condenas a escritores o a dibujantes. Es indignante pensar en dirigentes como Ahmadineyah, el dictador iraní que 'ganó' unas elecciones fraudulentas, que utiliza con esa risa socarrona soflamas negacionistas del holocausto para justificarse ante un pueblo narcotizado por informaciones que sólo llegan de un bando. Como su amigo Hugo Chávez, otro impresentable que cierra las televisiones y periódicos que no comulgan con su populismo cateto, trasnochado, apoyado en argumentos interesados en que la culpa, siempre, es del otro, llámese Colombia, el Capital o los yanquis. No de él, que gestiona el país como una finca.

En menor grado, pero no por ello más aceptable, hemos vivido y vivimos los últimos decenios en regiones, nacionalidades o naciones de España (no tengo problemas en llamarlas de acuerdo a esas tres distintas acepciones, porque entiendo que cada cuál la pueda sentir a su manera) que sufrieron enormemente en el pasado una falta de libertad para hablar su lengua, proteger su autogobierno o mantener su cultura. Hablo, efectivamente, de Euskadi y Cataluña. De la coacción que supone para cualquier ciudadano que no se sienta nacionalista expresarse en libertad. No lo puede hacer aún más si vive en una pequeña población guipuzcoana donde el único discurso es el del odio a lo español. Ni siquiera en temas tan banales como el fútbol. En este último Mundial, las calles del País Vasco estaban desiertas pero los gritos de gol de la selección se cantaban con las ventanas cerradas y con sordina, porque nunca se sabe qué pueda pensar, o a quién conocer, el vecino...

En el caso catalán el sibilinismo nacionalista es aún mayor. Es cierto que las encuestas hablan de un 20-25% de independentistas. Pero eso implica un 75-80% que no lo son. En cambio, el patio de vecinos está tomado por los que forman la minoría. Volvamos con el fútbol. En un país, como el catalán, donde más del 50% de la población se siente tan catalana como española, ¿por qué no se ve una sola bandera de nuestro país en el campo del Barça?, ¿hay libertad real para hacerlo o te juegas el tipo? Todo está tamizado por el pedigrí del buen nacionalista. A mí las banderas me traen al pairo, pero un chaval que vaya al fútbol en ese ambiente sólo ve un sentimiento permitido. Y Cataluña es más grande que eso.

Cuando desde pequeño el discurso correcto que oyes es el del odio, salvo que uno tenga mucho valor, convicciones fuertes y ganas de complicarse la vida, el discurso contrario queda diluido y arrinconado.

Es como cuando un homosexual lleva toda la vida oyendo chistes homófobos y ridiculizaciones de su condición, ¿quién es el valiente que se manifiesta tal como es?, o aún más, ¿quién se atreve a defenderlos sin que le acusen de 'mariquita'? Afortunadamente, en este campo, la sociedad va avanzando gracias a leyes que protegen al que es minoría. Del mismo modo que Patxi López ha hecho mucho bien luchando contra la ignominia de permitir cartelería de asesinos por las calles vascas.

Yo quiero una cultura islámica justa, abierta, como la que se dio en sus orígenes. Quiero una España abierta, plurilingüe, en que Cataluña y Euskadi sean lo que quieran ser, pero sin coacciones.

martes, agosto 10, 2010

Paisaje nocturno

Salvo los domingos, todos los días de estas vacaciones de verano estoy consiguiendo tener la fuerza para buscar las zapatillas de deportes y lanzarme, a eso de las nueve de la noche, cuando el sol cae, a correr por la playa casi desierta que une Conil con el Palmar.

En ese trayecto me cruzo de frente con veraneantes que contemplan embelesados la puesta de sol que se proyecta justo tras de mí.

Sé de una nueva novela de Murakami en que se canta al hecho de correr. La mezcla de esfuerzo, soledad y contacto con la naturaleza que supone correr.

Bañarse, agotado por el esfuerzo, con Venus ya en el horizonte del Atlántico y la luz rosada del anochecer es descubrir la belleza de la vida. En esas horas, el mar es perfecto, las olas se mueven ralentizadas, más espesas.

A todo el placer hay que sumar la felicidad de tener a mi amor esperándome para llevarme de vuelta a casa.

De retorno en el coche, con las ventanillas abiertas y contemplando el paisaje de los acantilados de Roche al fondo y el faro de Conil ya girando luminoso, me planteo qué maravillas hubiera hecho Monet con este escenario tan cambiante, desde el amanecer hasta el ocaso.

Tenía un amigo catalán, Rafa, que vivía en La Molina y, extasiado ante la montaña, decía que no cambiaba una sola de ellas por todas las ciudades del mundo.

¿La catedral de Rouen o las playas del Atlántico?

Me niego a tomar partido.

sábado, agosto 07, 2010

Zapatazos

Desayunando esta mañana en Conil, unos zapatazos me sacaron de la lectura del periódico. Un chaval bajaba hacia la playa haciendo que hacía footing. No se podía correr peor. Desgarbado, sus zancadas eran tan patosas que lo único que podía era estar destrozándose los pies.

No tardaron en venir recuerdos de mi primer día en el Labradores, cuando gracias a mi tío Yiyi me apunté en un club de Remo.

Yo tenía trece años y era un chaval flacucho que el único deporte que había hecho era el que nos impusiera el profesor de gimnasia del cole.

Se me hizo un mundo, por pereza y timidez, presentarme ese primer día a los entrenamientos, sin saber que estaba dando un paso valiente, transcendental en mi vida, por lo que suponía salir de casa, crearme un nuevo grupo de amigos fuera del colegio de curas, comenzar a amar el deporte, disciplinarme en algo diferente a los estudios y competir por una causa noble como es defender a tu club.

El entrenador por antonomasia era Anchoa; un gigantón, más por entonces desde mi óptica y estatura de casi adolescente, con barba de ayatolah, mala leche y corazón enorme que nos hacía trabajar como si fuésemos a las Olimpíadas (de hecho, alguno llegó en el futuro a hacerlo).

El primer entrenamiento de todos, en los muchos años que estuve haciendo remo, fue ir corriendo al campo del Betis desde el 'Labra'. A los cinco minutos de empezar, cuando cruzábamos el puente hacia la Palmera, el Anchoa pegó un grito ensordecedor:

¡¡¡Bore, deja de dar zapatazos!!!

Me impactó tanto ese grito que el recorrido se me hizo eterno, retorciendo los pies de forma que no sonaran en su contacto con el asfalto.

Estos días de playa, con cuarenta y dos tacos, hago todos los días sin excepción mi carrera de Conil a El Palmar, con baño final en el mar cuando ya se ve Venus en el crepúsculo.

La semana pasada estuvieron aquí Marta y Miguel, mis profesores de pilates, grandes deportistas y mejores amigos. Se fueron a ver la puesta de sol justo allí donde yo acabo mi recorrido diario. Cuando llegué acalorado de mi carrera Marta me dijo, para mi satisfacción personal:

¡Qué buen estilo tienes corriendo, Salva!

Jeje.

martes, agosto 03, 2010

Lo sobrio

Lo austero.

Sé que cada persona es un mundo y que cada uno de nosotros encuentra su camino por direcciones diferentes hacia la zanahoria eterna de la felicidad.

En mi caso, yo encuentro el sendero hacia la satisfacción personal en lo sobrio, lo poco adornado ni barroco. Hablo de la superficie y el contenido, de las actitudes ante la vida y de la vivienda en la que habito, de los libros que leo, los paisajes que me gustan, incluso del diseño de este mismo blog.

Prefiero lo austero, sin renunciar a nada. Tener el alma despejada.

Tengo la teoría, seguramente desacertada, que quien tiene las paredes de su casa llena de cuadros, adornos, cachivaches, fotos, medallas, jarrones y santos, así tiene su vida. Empetada de muchos elementos no prioritarios.

Yo busco lo blanco, la luz.

Cuando estoy con un amigo, me gusta estar con él, no reunir a diecisiete con quien resulta dificultoso relacionarse. Si estoy leyendo, estoy leyendo... no quiero mantener conversaciones paralelas.

No encuentro más placer que un paseo, sólo o acompañado, por la playa. Sin necesidad de cubrir el silencio con palabras que rellenen artificialmente el espacio. Sentir las olas del mar.

Me gustan las caricias dadas con calma, una tarde entera.

Yo lo llamo sobriedad.

domingo, agosto 01, 2010

Portazos

Hace pocos días terminé una cena de forma abrupta, con un portazo, con una persona amiga que me importa mucho.

Torpes los dos, cada uno escudándonos en nuestras razones, dolores y frases dichas.

No hay nada más inquietante en una relación de amistad que la falta de bases sólidas que den estabilidad, porque eso es precisamente lo que la define. La amistad es, por encima de todo, seguridad, estabilidad.

Son tantos años, que se cuentan en decenas, que da rabia admitir que no nos entendemos, que algo falla.

Cuando, además, uno tiene la seguridad, quizás equivocada, de tener la razón (que nunca nadie tiene del todo) es más difícil dar el paso de reabrir puertas.

Es doloroso pensar que una persona que te importa mucho, a la que no le deseas otra cosa que lo mejor que le pueda ofrecer la vida, puede quedar para siempre al margen de tu aventura vital.

Aunque nunca se puede renunciar a futuras oportunidades, son dos tropiezos graves ya, algo falla y, aún así, le mando el más sentido de mis besos a la princesa de los colchones.