Como buen vividor que soy, pienso a menudo en la muerte.
Ya no lo hago con el pánico helador de la infancia-adolescencia, en esos tiempos en que descubres la verdadera naturaleza del hombre y nuestra temporalidad.
En mi caso aparece una tabla de planchar, la cocina de la casa de mis padres y una conversación con mi madre.
Mi pregunta, inocente, esperando una respuesta tranquilizadora:
'Pero, mamá, ¿todos nos tenemos que morir?'.
'Sí, hijo'.
Esa época en que aún no te ha salido vello en las axilas y ya piensas en la oscuridad de tu cama que habrá un momento que estés enterrado bajo tierra, que nunca más existirás.
La muerte es arrebatadora y no es fácil endulzarla a base de razonamientos, que no llevan a otro término que a constatar que sólo hay un final.
Sin embargo, al madurar vamos entendiendo de otra forma el mundo y nuestro lugar en él.
Sería horripilante también pensar en una existencia eterna en este mundo, ¿hacia dónde nos llevarían nuestras relaciones?, ¿cómo estableceríamos mecanismos para proponernos nuevos objetivos e ilusiones por los siglos de los siglos?, ¿cómo sería posible seguir madurando?, ¿habría infinitas generaciones viviendo al mismo tiempo?
Desde mi perspectiva agnóstica, como desde cualquier otra, es duro asumir el dolor de la desaparición total. A fin de cuentas, es más duro el morir de los otros que la propia muerte, porque una vez desaparecido uno ya no habrá vida pero tampoco sufrimiento.
A veces, en sueños, alguien me explica que todo esto es una broma y siento una placidez total. Pero los sueños acaban también.
Entender que somos finitos es lo que me hace vivir la vida plenamente.
Ya no lo hago con el pánico helador de la infancia-adolescencia, en esos tiempos en que descubres la verdadera naturaleza del hombre y nuestra temporalidad.
En mi caso aparece una tabla de planchar, la cocina de la casa de mis padres y una conversación con mi madre.
Mi pregunta, inocente, esperando una respuesta tranquilizadora:
'Pero, mamá, ¿todos nos tenemos que morir?'.
'Sí, hijo'.
Esa época en que aún no te ha salido vello en las axilas y ya piensas en la oscuridad de tu cama que habrá un momento que estés enterrado bajo tierra, que nunca más existirás.
La muerte es arrebatadora y no es fácil endulzarla a base de razonamientos, que no llevan a otro término que a constatar que sólo hay un final.
Sin embargo, al madurar vamos entendiendo de otra forma el mundo y nuestro lugar en él.
Sería horripilante también pensar en una existencia eterna en este mundo, ¿hacia dónde nos llevarían nuestras relaciones?, ¿cómo estableceríamos mecanismos para proponernos nuevos objetivos e ilusiones por los siglos de los siglos?, ¿cómo sería posible seguir madurando?, ¿habría infinitas generaciones viviendo al mismo tiempo?
Desde mi perspectiva agnóstica, como desde cualquier otra, es duro asumir el dolor de la desaparición total. A fin de cuentas, es más duro el morir de los otros que la propia muerte, porque una vez desaparecido uno ya no habrá vida pero tampoco sufrimiento.
A veces, en sueños, alguien me explica que todo esto es una broma y siento una placidez total. Pero los sueños acaban también.
Entender que somos finitos es lo que me hace vivir la vida plenamente.