Antes y después de tomar el barco hacia la isla de If, en cuyo castillo estuvo preso el conde de Montecristo, Fran y Raquel pasaron un buen tiempo en una jabonería del viejo puerto de Marsella.
Yo, poco dado a ese tipo de establecimientos, me lo pasé oliendo todas las esencias de pastillas en forma de manzana, limón o tabletas de chocolate.
—¿Os decidís? —les pregunté.
Fran miró unos paños de cocina una y otra vez, volvía a por los jabones, tomaba uno para cambiarlo por otro.
—Compra los trapos, Fran —le dije—. Van a durar mucho tiempo y cada vez que nos limpiemos en ellos las manos nos acordaremos de estos días de sol marsellés.
Así está siendo, cada mañana, desde entonces, al prepararnos el desayuno.
Tenemos a Montecristo en casa.
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