No siempre me resulta cómodo escribir este texto diario.
Lo hago desde hace años sin faltar a la cita, salvo un breve período por enfermedad.
Sé que hay días en los que estoy más lúcido, otros menos afortunado, que hay tardes en las que te saco una sonrisa y otras en las que te provoco incomodidad. Soy consciente de que algunas veces no llego a la altura de lo que espero de mí, tanto como en ocasiones me siento feliz de haber transmitido con soltura sensaciones que me persiguen desde mi infancia.
Disfruto y sufro al escribir estos pequeños fragmentos de mi realidad. Me expongo mucho personalmente, me presiono para no faltar nunca a la cita, rebusco en el mundo que observo, en mi interior, en el sentido de la vida, para provocar en ti una reacción.
Ni más ni menos que el oficio de escribir.
¿Qué sentido tiene este esfuerzo? ¿Lo hago por buscar tu aprobación? ¿Por comprobar cuántos corazones y comentarios he conseguido esta vez? ¿Por vanagloriarme de las veces que se ha compartido?
Lo hago por crecer como narrador, al tener la fortuna, y el acierto, de haber creado esta ventana a la que muchos de vosotros os asomáis y a través de la cual me enseñáis, cada día, a contar mejor las historias.
Vuestras palabras son la mejor guía, incluso cuando son duras.
Porque el título de escritor no te lo concede ninguna universidad, sino que te lo dan aquellos que quieren saber qué les vas a contar, los que preguntan cuándo saldrá tu próxima novela, los que tienen un hueco en su biblioteca para ti.
Y yo quiero ser escritor.
No hay profesión más hermosa.
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