Esos ceviches coloridos de sabores tan ácidos que te hacen cerrar los ojos y apretar los labios hasta que pasa el punto crítico en el que te planteas ¿me gusta o lo detesto?
El paladar español no está hecho a determinadas propuestas, pero el mío todavía menos.
Recuerdo los meses que estuve trabajando en México. Iba a la cantina de la fábrica y suplicaba a la camarera que me sirviera algo que no picase.
—Esto seguritísimo que no pica, señor.
Entonces me iba con la bandeja a mi mesa y, ya con el primer bocado, empezaba a llorar.
Recuerdo una escena antes de poner rumbo de vuelta a Madrid, en la que dos mujeres abrían sus maletas para mostrarse entre ellas todos los botecitos de tabasco, chile y similares que se llevaban desde México.
—En España —decían—, todo sabe a nada.
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