Miembro del comité de dirección de mi fábrica, pongamos que se llamase Pascual de la Montaña.
Tirano en sus maneras, nada empático con sus subordinados, paseaba como un pavo real por entre los pasillos, petulante, para dictar sentencia, a voz en grito, de lo que estaba bien y estaba mal.
Una mañana, satisfecho con un proyecto que yo le había presentado, se me acercó en un aparte, yo no tendría 30 años, y me dijo, a boca llena:
—Salva, algún día llegarás a ser un Pascual de la Montaña.
Yo le sonreí y para mí me dije 'Dios no lo quiera'.
Me lo debió notar.
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