Lo que sí es cierto es que la sensación de invisibilidad, de pequeñez, de anonimato que ofrece habitar una metrópolis se convierte en una terapia o una condena según te lo tomes.
Yo ya pasé por ahí tras vivir cuatro años en París, una ciudad tan hermosa como dura, un conglomerado donde no eres nadie ni nadie te ve.
Quizás me volví a enamorar de mi ciudad, a la que tanto criticaba, cuando regresé de allí.
Para mí fue terapia, fue encontrarme, fue entender qué es lo que yo quería de mí.
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