—¿Eres la dueña del negocio? —le pregunté anoche a la mujer, amabilísima, que nos atiende en el restaurante del Algarve que ha sido el descubrimiento del verano.
—¡No!
Resolutiva, preocupada por cada mesa, simpática, nos contó que dejó su restaurante de toda la vida en Holanda para pasar su jubilación en el sur de Portugal.
—Pero hicimos mal las cuentas y, calculo, que me quedan 5 años de trabajo aquí.
Su marido, de 62 años, diez más que ella, sí hace ya vida de jubilado.
—Lo quiero matar cuando viene aquí con su bicicleta y se pide una cerveza —me dice, entre risas.
—¿Cómo te llamas? —le pregunto.
—Flor...
Ya con las últimas mesas por recoger, Flor se nos acerca para contarnos que su madre, con alzheimer, le reprocha haberse ido tan lejos, que a sus hijos, estudiantes en los Países Bajos, los echa enormemente de menos.
Se le nubla entonces la mirada.
—¿Cómo os llamáis vosotros?
Qué hermoso es romper muros.
—Yo soy Salva, él es Fran.
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