Ya tuve la sensación el lunes, en la fábrica de Indonesia, cuando el gran jefe, que nos recibió en una sala de reuniones sin aire acondicionado y, vestido de gris, con la gorra de Nissan puesta, el sudor cayéndole por las patillas, el labio cortado, el bigote de pelos largos y la tez morena, nos preguntó acerca de los objetivos de nuestra visita de trabajo.
Mientras le explicaba en un pausado inglés acerca de nuestra organización, lo miraba viendo en él a alguien secuestrado en otras realidades que no le corresponderían de no haber contaminado tanto el mundo occidental a ese oriente tropical.
Al jefe de Nissan, de cara redonda, lo veía disfrazado de ejecutivo industrial en una escena que no podrían haber previsto sus antepasados.
Hoy en Tailandia he tenido la misma sensación. Viendo a los operarios con cara de retrato de Van Gogh vestidos de gris y atornillando las cajas de cambio a los motores, los he sentido desubicados.
Uno de los anfitriones que hemos tenido mientras visitábamos la fábrica, con sus andares casi bailarines, no dejaba de sonreír mientras nos contaba los entresijos de su proceso de producción.
Todos sonríen. En Tailandia todos sonríen. Incluso hay una proporción importante a la que, visto con los ojos de un europeo, casi se le ha ido la cabeza escuchándoles su risa constante y, aparentemente, sin sentido.
He tenido momentos de desconcentración estos días tropicales en que, hablándoles de cajas de cambio a los empleados de Nissan, he visto personas en otra esfera, con otras vidas secuestradas por un traje gris manchado de grasa.
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