Tras una desaforada y divertidísima noche tokiota de sábado, en que queríamos acaparar más de lo que nos era posible, comenzamos un domingo nublado, con resaca y temperatura perfecta.
Lo que se presentía como un día de reposo se convirtió en un espectáculo perfecto para los sentidos que nos ofrecía todo un retrato del alma de Japón.
Habíamos desechado desembarcar en Kyoto por el excesivo tiempo, dinero y esfuerzo que implicaba para apenas unas horas de luz. Decidimos visitar los jardines del Palacio Imperial para ir cogiendo cuerpo. Una delicia.
Las avenidas que lo rodeaban estaban cortadas al tráfico para permitir circular con tranquilidad a ciclistas, patinadores, corredores de footing, paseantes... A pesar de todo, los ciclistas y peatones seguían rigiéndose por las luces de los semáforos en unas avenidas sin coche. La fuerza de la costumbre.
Tanto aire limpio nos invitó a una cerveza, difícil de encontrar por sí sola. Son raros los bares puros, en que sólo se toma una cerveza por el placer de tomarla y charlar.
La noche anterior, una pareja de novios pijos nos invitó a visitar el santuario sintoísta de Menji, en el parque de Shibuya, así que mientras cerveceábamos nos pusimos a investigar cómo llegar. La guía nos alertaba que por esa zona, los domingos, las chicas rebeldes de Tokio, las autoexcluidas, marginadas en clase o de familias desestructuradas, las cosplay-zuku, se reunían junto al parque vestidas de forma exagerada de muñecas de porcelana, lolitas góticas, vampiresas posmodernas, alienadas y rompedoras.
Allí nos plantamos.
El espectáculo era impactante. Calles repletas de gente en un día que se había vuelto soleado entre las que no había ningún sentido del ridículo respecto a nada. Muchas caras de loco, poses estudiadas, colgados, ausentes, divertidos, relajados, reprimidos, dislocados, desafiantes.
Pablo quería fotos con todas, pero ellas huían falsamente de las cámaras.
Con la adrenalina de las niñas de Harajuky en el cuerpo nos introdujimos en el Parque para observar el Santuario sintoísta. Impactaba de golpe un bosque tan frondoso en pleno centro de la ciudad, con grandísimas puertas de madera que marcaban el sendero hacia el recinto religioso. Muchas mujeres en kimono que hacían presagiar lo más inesperado, asistir como espectadores de excepción a una boda por el rito sintoísta de una pareja de la alta burguesía de Tokio. Él parecía un samurái, ella una princesa blanca del siglo XXII. Les precedían varios monjes con varas de madera, les seguía otro con una gran sombrilla naranja y detrás, en filas de a dos, muy apretadas, las parejas invitadas a la ceremonia, cerrándola los militares. Todo en un profundo silencio, con más aires de luto que de boda.
Tras volver a Ginza y tropezarnos con mujeres maquilladísimas cargadas de bolsas de tiendas de lujo, fuimos a cenar a un restaurante junto al templo budista de Asakusa. Sushi distribuido en platos que caminaban por una cinta, con el precio dependiendo del color del plato y gritos de los camareros cada vez que... no me enteré cuál era el motivo de los gritos.
Terminamos en el gran templo. De Confucio a Buda. La noche era cerrada, caía una cierta niebla y una pareja, aparentemente de pueblo, se me acercó con la cámara de fotos. La fui a coger para retratarles frente al gran templo rojo, pero él no soltaba la cámara. Yo no entendía. Ella gritaba en japonés haciendo gorgoritos. Él seguía ofreciéndome la cámara.
No me querían como fotógrafo, sino hacerse una foto conmigo.
2 comentarios:
Jo! me has recordado tanto a mi viaje...las pintas de los adolescentes en Harajuku, los bares de sushi, el pijoterio de Ginza, la gente que quiere retratarse con el guiri...jejeje veo que nada cambia en Japón ;-) Y que sabes disfrutar y aporvecharlo ;-)
Cuanta belleza Salva,y muchos comienzos de novela en esta entrada.
Tiembla Murakami.
Un beso
Nuria
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