Cuando llegamos a un local en el que la tienen conectada, Fran se ocupa de buscarme el asiento apropiado para darle yo la espalda a la pantalla.
—Es que se queda embobado —aclara a los demás.
Sí, debo conservar esa patología de indefensión de cuando era un renacuajo. Me encienden una tele y se me olvida el mundo.
De ahí que, en mi casa, sea un aparato, negro, de decoración.
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