En los años de esta década que termina en que estuve trabajando en Francia, hubo una tarde de invierno lluviosa en que mi jefe me convocó para una misión importante. Uno de los principales proveedores de Renault había cometido un serio error de calidad, provocando una crisis de grandes proporciones en el montaje de un determinado tipo de motores que ponía en peligro el montaje de nuestros vehículos. Ese fabricante estaba en México y mi empresa había decidido enviarme durante un período de tres meses allí para auditarles y construir las bases para evitar ese tipo de incidentes en el futuro.
Mi jefe, francés, me lo decía con nervios, incapaz de anticipar mi reacción. Yo puse cara de preocupación de cintura para arriba, la que yo mostraba por encima de la mesa, mientras mis piernas se movían locas por debajo no pudiendo controlar mi felicidad por la experiencia que me proponían y la confianza que depositaban en mí.
-¿En qué ciudad de México? -pregunté, serio.
-En Torreón.
Jamás lo había oído: Torreón. En pleno desierto del norte, en el estado de Coahuila colindando con el de Durango. Ciudad fundada en los albores del siglo XX.
Esa noche llamé a mi padre a Sevilla, nervioso de felicidad y responsabilidad.
-Papá, me destinan unos meses a México.
Le conté por encima en qué consistía la misión y él, henchido de orgullo, me preguntó.
-Pero, ¿a qué parte de México?
-A Truenos -contesté, traicionado por los nervios y la poca memoria.
Durante mucho tiempo he mezclado ese Truenos imaginario con el Torreón real. Allí descubrí la hospitalidad mexicana. No creo que vaya a conocer en el resto de mi vida un pueblo más cariñoso, acogedor, entregado. Hice grandes amigos, con los que aún me mensajeo por internet.
Ahora me cuentan que esa ciudad en la que yo tanto aprendí, humana y profesionalmente, tranquila para pasear en aquella época de 2003, donde tomábamos cerveza y arracheras en restaurantes de grandes patios blancos al aire libre, ese Torreón que yo tengo entre mis mejores recuerdos se ha convertido en territorio golpeado por el narcotráfico salvaje e impío.
Mi amigo Ricardo me dice, desde allá, que nada es lo que era. Que ya no podríamos ir tranquilos a pedir canciones apuntadas en servilletas al 'Señor Tequila', ni asomarnos al parque donde unos jardines producen eco, ni al mercado los domingos porque allá, en mi querido Torreón, los truenos no son imaginarios.
2 comentarios:
Me ha emocionado mucho esta entrada, tanto que la he leído dos o tres veces. A ver si un día se repone mi pobre país.
Un saludo.
Muchas gracias por tus comentarios. Soy de Torreón, ya no vivo allá. Pero puedo decirte que afortundamente las cosas han empezado a cambiar para bien.
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