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lunes, octubre 12, 2020

Portugal

Volviendo ayer en coche, desde Coimbra, reflexionaba en voz alta, mientras conducía, acerca de lo reconocible que es Portugal.

—Siendo ciudades tan diferentes, en todas encuentras las mismas señales de tráfico, las mismas comidas, los mismos cafés, los mismos azulejos blancos y azules... No sabes si estás en el Algarve o atravesando el Duero. Todo es Portugal.

Ocurre como en Francia, que son países tan homogéneos que no importa dónde estés para saber que estás en ese país.

—Sin embargo, en España —continuaba con mi razonamiento— no tiene nada que ver una región con otra. Somos la noche y el día cada cien kilómetros de carretera.

—Eso la hace muy interesante, ¿no? —me replicó Fran, no sin razón.

Quedé un rato pensando.

Pues sí. Si Portugal representa la familia bien avenida, equilibrada y serena, donde todos van vestidos con los mismos mocasines y pantalones azules, España es la familia desastre, con unos que la repudian y se quieren largar, otros que se creen el centro del mundo y echan broncas al resto, algunos que se entretienen mirándose el ombligo y, eso sí, cada cual a su bola.

Quizás la vida es más así, como esta España nuestra, tan apegada a la realidad de lo inmanejable. Tan particular, tan extraña, tan dispersa. ¡Tan humana!

Es un país que cansa, que agota, que desespera, tantas veces insoportable... pero aburrido no es.

Y a mí, maldita sea, me gusta.

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