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viernes, octubre 09, 2020

Vino

De los fumadores siempre me atrajo su estética, esos movimientos de brazos tomando un café, ese reflexionar la respuesta a una pregunta exhalando el humo, el apagar la colilla fuerte contra el cenicero. 

Afortunadamente, nunca me dio por fumar.

Con el vino me pasa lo mismo, pero ahí si que me considero un buen practicante. El meneo de la copa, el juego con ella en tus manos mientras conversas, el meter la nariz dentro, ver las lágrimas espesas caer, Ese puntillo de descontrol, la astringencia, el regustillo en la boca.

Me apunté a varios cursos de cata, porque quería saber de aquello que me hace disfrutar.

El primero al que fui lo animaba una señora de porte aristocrático, hablar grave y mucho nervio. Fueron dos tardes.

-Quiero que os liberéis. Que me digáis lo que sentís, la imagen que os llegue al beber, lo que es resulte agradable, lo que no.

Entonces yo, lanzado en esa primera cata, comenté en voz alta los olores del primer tinto que nos dio a probar.

-Tiene un cierto aroma a café.

-¡Pero cómo va a oler a café un vino tinto!

Ya no hablé más.

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